Leemos en el Apocalipsis: "Et habebant super se regem angelum abyssi cui nomen hebraice Abaddon…" o sea "Tenían sobre sí al ángel rey del abismo cuyo nombre hebreo es Abaddon". Sólo en dos versículos se le menciona en la Biblia, el que afirma: "Aconteció que aquella misma noche salió el ángel de Jehová y mató en el campamento de los asirios a ciento ochenta y cinco mil hombres. A la hora de levantarse por la mañana, todo era cuerpos de muertos" (Reyes, 19:35). Más adelante el libro de Isaías (37:36), se expresa en similares términos. En la película Los diez mandamientos (1956), el gran realizador del cine colosalista de Hollywood, Cecil B. DeMille, representaba aquel tétrico pasaje de la extinción de los primogénitos de Egipto y del hijo de Ramsés en la última plaga ("Pero entre los hijos de Israel, ni un perro moverá su lengua contra ellos… para que sepan que el Señor hace diferencia entre los egipcios y los israelitas"), el director lo representa como una especie de niebla aniquiladora que va cubriendo las calles solitarias con su bruma mortífera entre lamentos de dolor, gritos de agonía y gemidos escalofriantes.

Luego está El ángel exterminador (1962), la película de la que el genial Luis Buñuel hizo uno de sus más genuinos ejercicios de surrealismo, del auténtico surrealismo, no de ese que a muchos les suena bien y se lo aplican a todo, venga o no venga a cuento, sin saber su significado. Más allá de las interpretaciones alegóricas o metafóricas de las que Buñuel no era partidario, ese grupo de personas que asisten a una fiesta familiar y no son capaces de abandonar la lujosa mansión por razones misteriosas que se les escapan, es más bien una clara exposición de estratagemas argumentales del realizador para crear un clima inquietante, de desasosiego, angustia e incertidumbre, de miedo en suma a lo desconocido. Una forma en la que Buñuel intriga al espectador, juega con él y lo sume en un creciente estado de excitación, preocupación y ansiedad. La ultraísta idea de Buñuel, que originó un guión escrito con su colega y amigo, también director, Luis Alcoriza, con el título Los náufragos de la calle de la Providencia, para un mediometraje, acabó convirtiéndose en una de sus más inquietantes e ingeniosas películas.

Cuando me asomo a la calle peatonal y la veo desolada, vacía, fantasmal, en contraste con su habitual devenir como una de las más frecuentadas de Huelva, me vienen a la memoria -tal vez por mi arraigada fijación cinematográfica- esas secuencias que cito, más insistentes y sobrecogedoras aún en el segundo caso, que me hace sentir como esos invitados que no pueden abandonar la casa cuando la fiesta ha terminado. Buñuel representaba a la burguesía en su decadente esplendor. ¿No es ciertamente decadente esta sociedad nuestra que se cree tan segura de sí misma, invulnerable, tan banal y manipulable a la que un virus que viene del Oriente lejano lacera y extermina?

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