Adolescencia

27 de abril 2025 - 03:08

He trabajado siempre con adolescentes, los he sufrido en mi casa y todavía me descolocan la vida. Y, como muchos padres y madres, yo también me he asomado al hondo pozo de desconcierto que plantea “Adolescencia”, la serie de la que todo el mundo habla. Y está bien hablar, o escribir artículos como este, porque es una forma de alejar el miedo

Lo primero que provoca ese miedo es el espejo. La historia que se nos cuenta es un poco, quizás un mucho, nuestra propia historia como padres o educadores: el mismo desconocimiento de los códigos que emplean los jóvenes, el mismo abismo ante su forma de entender el mundo. No podemos ni sabemos mirar desde donde ellos miran, aunque sí hemos aprendido a defendernos. En cuanto los chavales llegan a la secundaria los centros escolares van dejando de ser entornos amables para ir cruzando la línea del sálvese quien pueda, de la mano dura, y esto se ve muy bien reflejado en la serie. Están ellos y estamos nosotros, y en medio poco o ningún espacio para el encuentro. Seguramente tampoco lo tengan en casa, menos aún en las redes sociales, donde pasan tanto tiempo. Luego está la violencia en la calle, en la política, en el mundo... Los adultos no somos precisamente un ejemplo de buenos tratos.

Otra reflexión que abre la serie es la del concepto de masculinidad. En el imaginario colectivo de los chicos de hoy predomina un prototipo de hombre fuerte, atractivo, con éxito. El problema es que existen pocos modelos alternativos, y si no tienen posibilidad de ir expresando sus emociones, de ir encontrando lo que ellos quieren ser, gana el patrón esculpido por la manosfera. Eso también da miedo.

Bienvenido sea el debate que plantea “Adolescencia”, porque incomoda. Desmonta de un plumazo la cómoda percepción de que con estos chicos y chicas no hay quien pueda, y por tanto sólo valen los criterios de los adultos. Al final de la serie, los padres del protagonista se hacen la gran pregunta, la misma que como sociedad nos hacemos: qué hemos hecho mal, qué fue lo que no conseguimos entender, cómo podíamos haber ayudado. En un mundo tan desconcertante y hostil no hay una respuesta fácil para esta pregunta. Pero sí podemos partir de nuestro propio desconcierto, nuestra propia impotencia e inevitables meteduras de pata, y tratar de abrir canales de comunicación, de escucharlos a ellos. Al menos, que podamos decir que no nos quedó nada por hacer, que estuvimos a la altura. A su altura.

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