No hay nada más hermoso que volver al pueblo. No importa que esté en el norte o en el sur, que sea rico o pobre, bonito o feo, grande o pequeño, de costa, de montaña o de uno de esos páramos semidesérticos de la España interior. No importa, incluso, que sea de otro país. Ni siquiera hace falta haber nacido en él. Lo único que importa, en realidad, es que haya servido para guardar -como un delicado huevo labrado por Fabergé- algunos de nuestros mejores recuerdos y que nos permita poner tierra de por medio con las mismas caras de todos los días, los mismos escenarios y las mismas rutinas. Volver al pueblo es una experiencia disruptiva que los médicos deberían recetar como prescripción facultativa contra con la monotonía, la soberbia y el olvido de lo que somos y del sitio inmaterial del que venimos. Pocas cosas hay más emocionantes que volver al pueblo que es de uno, saber que durante unos días se recuperarán viejas costumbres, se visitarán los lugares en los que transcurrió nuestra infancia y se removerán las fibras más sensibles de nuestro corazón ante un olor, un sabor, un paisaje o un sonido. Tan emocionante es que, durante el verano, muchos de nuestros pueblos aún se siguen llenando de los hijos, los nietos y aun los bisnietos de aquellos que en el pasado tuvieron que emigrar dejando atrás la calle empedrada, el patio con el pozo, el arroyo cristalino o la huerta. Hay algo que nos da el pueblo que no nos lo pueden dar ni Saint-Tropez, ni Benidorm ni Nueva York.

Esa sobredosis de emoción, ese chute en vena de pasado, de infancia, de historia familiar, de reencuentro conmigo misma, lo vivo yo cada vez que llego con mi coche a ese punto justo de la carretera en el que, entre las estribaciones del alcornocal de Jimena, emerge, imponente e inmarcesible, visible o invisible, la punta augusta del Peñón de Gibraltar. Da lo mismo si puedo verla con la claridad transparente que le otorga el viento de poniente o si un levante de mil demonios la ha hecho desaparecer o le ha colocado un penacho espeso de nubes que es, a mi criterio, la forma más bella que el efecto foehn ha encontrado para ponerle un sombrero a una montaña.

Pero da lo mismo si lo que encuentra el viajero que regresa es un monte, un río, la orilla del mar, una planicie desnuda o la fachada de una casa concreta. No hablo del territorio de las certezas racionales, sino de aquel de los sentimientos, las vivencias y los símbolos. Por eso, quizás, lo de menos es el sitio al que se vuelve y lo demás el hecho de volver: el hecho de tener un sitio amado al que volver.

No hay nada más hermoso que volver, que reencontrarse, con el lugar donde se fue, por un momento, breve y hasta inconscientemente, feliz. Por eso, si aún no tiene usted un pueblo al que volver, adopte uno; haga suyo el de su padre, su amigo o su cuñado, estreche el vínculo, construya sus propios recuerdos, encuéntrese a sí mismo y disfrute. No hay nada más hermoso que volver al pueblo. Y, si usted todavía no se ha hecho con uno, ya está tardando.

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