Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Vox, un estado de ánimo
LA capacidad de adaptación no es infinita, pero para muchas circunstancias es bastante más de lo que se supone. Como popularmente se dice, al final, nos habituamos a lo bueno y a lo malo, pero a lo último nos suele ser más difícil. No es lo mismo no tener algo deseable o apetecible y después tenerlo, que poseerlo y perderlo. Esto último marca una diferencia importante. En las sociedades desarrolladas nos hemos acostumbrado a disfrutar de una serie de condiciones envidiables y, hasta hace apenas nada, se ha tenido la sensación de que eso de nadar en la abundancia era un bien ilimitado, por lo que si se derrochaba, en cierto modo, no había que darle excesiva importancia, pues ya se repondría lo que fuera o se buscarían alternativas. Se sabía que en otros lugares malvivían millones de personas, pero bueno la globalización les había venido estupendamente a más de uno, aunque a otros no, pero esto era el precio del pujante progreso mundial que siempre deja víctimas en su avance. Además, para eso estaban tantas ONG que reciben subvenciones millonarias para ayudar a esos desfavorecidos, sirviendo a la sociedad opulenta de descarga moral y de instrumento de expiación sin tener que pasar por el confesionario.
Pero la despreocupación se ha visto sacudida por lo que los expertos llaman crisis financiera. Aparece el fantasma de la inseguridad, se exige a los gobiernos que den una solución y se inhibe el gasto porque el mañana es poco predecible. Comprensiblemente, se resiste a la adaptación a la crisis, no se la quiere padecer, pero en esto hay expresiones diferenciales en las vivencias y peticiones. Por un lado, los trabajadores se preocupan con el paro, con no poder pagar y que les embarguen o con la posibilidad de que se esfumen sus pocos ahorros depositados en el banco y quieren garantías, por lo menos, para lo básico. Pero, por otro, a su vez, los que se pusieron las botas en los tiempos de bonanza, que se emborracharon con el triunfo económico y que engordaron desproporcionadamente sus cuentas mientras otros se entrampaban hasta las cejas, ahora están asimismo contrariados, aunque sus fortunas les dé sobradamente para aguantar el tirón, para comprar barato y esperar la vuelta de las vacas gordas. Tan propensos a la no intervención del Estado, hoy llaman a su puerta para que anime el cotarro del mercado a base del dinero público -porque ellos no lo van a hacer, porque el suyo está a buen recaudo y no lo van a arriesgar-, se bajen los impuestos a las empresas y se abarate el despido. Eso sí, cuando la coyuntura mejore recordarán, de nuevo, que no están por la redistribución de la riqueza, porque en un sistema competitivo no tiene lugar, si bien en estos momentos sí están por la de las cargas y las pérdidas. De cara al futuro, ¿se tomará nota de todas estas cosas?
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