Muy sesuda yo, pensaba hoy dedicar estas palabras del lunes a los debates políticos. Sí, a esos espectáculos de la política en los que, a golpe de mentiras, cinismo, interrupciones, insultos e incoherencias, resulta que no hay ningún ganador, sino que perdemos todos. Iba a dedicar otra vez un ratillo a tratar de explicar que no se avanza perdiendo derechos, sino profundizando en ellos; que no se puede gestionar aquello de lo que uno es enemigo (lo público, un país europeo, una sociedad moderna y desarrollada; unos derechos humanos en los que no se cree…); que no se avanza restando y excluyendo, sino sumando e incluyendo… Lo demuestra la historia cuando no se la tergiversa a conveniencia ni se la usa, deformada, para otros fines.

Pero he visto en la prensa que se ha muerto Ibáñez y se me ha roto algo muy dentro. Algo pequeñito, seguramente, pero que ha sobrevivido al paso de los años y que permanece dentro de mí como la semilla que está en el fruto para recordarle su origen. Se ha ido Ibáñez y se ha ido con él esa patulea de gente rara y alborotada que pobló mi infancia: el botones Sacarino con sus equívocos y despistes; el miope Rompetechos con el que nos identificábamos todos los “gafúos” de la escuela; la portera alcahueta, el ratero, los niños traviesos, el moroso y todos los okupas ilustrados del 13 Rue del Percebe; los inefables Pepe Gotera y Otilio, con sus chapuzas y sus desaguisados; el creativo profesor Bacterio y el inefable Mortadelo, que siempre fue mi favorito…

Se ha ido Ibáñez y se ha llevado las tardes de los sábados en las que, con la anhelada paguita de la semana, mis hermanas y yo íbamos al quiosco de madera, camino de la playa de Levante, a comprar tebeos que luego leíamos y releíamos hasta la memorización. No es cierto que aprendiera a leer con ellos, que para eso ya estaba Sor Catalina en el colegio, pero sí que me convirtiera, a través de sus páginas, en una gran aficionada a la lectura. Y al dibujo, aprendiendo que cuando alguien corre mucho aparecen circulitos tras sus pies y que cuando uno se enfada por su boca salen serpientes y hasta yunques de hierro. Con los personajes de Ibáñez aprendimos todos que alguien puede disfrazarse de camello y conservar sus gafas y su nariz sin que nadie se dé cuenta (¡ojo con esto!) y que la bondad nos salva, al final, de los mayores desastres y las peores calamidades.

Se ha muerto Ibáñez y han vuelto a mi memoria las tardes de lectura solitaria y soleada en la azotea de mi casa y la felicidad que experimentaba cuando, por mi cumpleaños, me regalaban uno de esos libros gruesos de portada dura que atesoraban centenares de historietas. Tebeos con los que disfrutar entre chistes, chascarrillos y moralejas, prestados y hasta permutados con los amigos, extremadamente valiosos en un mundo en el que el aburrimiento nos construía como personas.

Se ha muerto Ibáñez y tengo la sensación de que se nos van los mejores y no ya no hay reemplazo. Debe de ser esto me temo, cosa de la edad.

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