Las dos orillas
José Joaquín León
Sumar tiene una gran culpa
EN su sexta acepción, el Diccionario esencial de la lengua española denomina salvaje a quien está falto de educación o permanece ajeno a las normas sociales. Ése, y no ninguno de los otros que por inapropiados o peyorativos resultan inaplicables, es el significado que me permite utilizar tal palabra para definir a los cientos de adolescentes y jóvenes que el pasado fin de semana protagonizaron el grave altercado ocurrido en Pozuelo.
Más allá de la polémica sobre el botellón, el debate sobre quién ha de afrontar el pago de los daños en estos casos, la petición renovada de reformas legales o las explicaciones buenistas que nos animan a comprender el disparate, me quedo con la trascendencia, como síntoma, de unos hechos que pueden ocurrir en cualquier momento y lugar. La causa para mí básica -la falta de educación- es tan general y está tan extendida en nuestra sociedad que lo verdaderamente asombroso es que aquelarres como este no sucedan cada día. Educación, por otra parte, que corresponde principalmente a los padres y que interroga esa necia tolerancia o indiferencia con la que les dejamos crecer asilvestrados. Dicen los expertos que aumenta el miedo a los hijos y que, sea por esto o por una dejación suicida, estamos renunciando a la autoridad. El psicólogo y pedagogo Javier Urra diagnostica con dureza esa actitud intolerable: "El padre que tiene miedo a ejercer su autoridad -nos dice- es un impotente, un cobarde y un estúpido". Y junto a la autoridad, una constante enseñanza de valores y una didáctica continua del esfuerzo, del sentido del deber, del respeto a los demás y de la responsabilidad que a cada cual -también al crío- corresponde.
Ante semejante proceso viciado en origen, el papel de los demás elementos coeducadores empieza a ser tristísimo. ¿Qué les podemos pedir a los profesores si al menor conato de lógica y de coherencia se enfrentan a las iras sumadas de los alumnos y de sus familias? ¿Cómo reclamar sentido común si éste parece ya ausente de las normas básicas de convivencia? ¿Hay alguien que se haya parado a pensar en la manera -eficaz y no sólo meramente formal y casi siempre hipócrita- de contrarrestar y disciplinar los mensajes corrosivos que desde la mayoría de los medios de comunicación y de diversión están gangrenando el espíritu de nuestros niños?
El fracaso escolar, que hoy ocupa y preocupa como nunca, es únicamente una de las dimensiones -y desde luego no la más importante- del problema. Lo que en realidad debería angustiarnos no es tanto lo que saben o ignoran, una consecuencia destacable pero a la postre epidérmica, sino cuáles son las armas que les estamos entregando para enfrentarse con ciertas garantías a la vida. El gigantesco y mortal fracaso formativo que, a lo que se ve, inquieta y moviliza bastante menos.
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