Resulta muy curioso que, a pesar de la imprecisión evangélica con que los Reyes Magos fueron tratados y de su prácticamente nula verosimilitud histórica, sus restos estén cuidadosamente guardados, por falta de uno, en dos sitios diferentes. Una parte de sus reliquias está en Colonia y otra, retornada en 1903, en la iglesia de San Eustorgio, cerca de la milanesa Dársena del Naviglio, en un antiguo sarcófago donde reza la inscripción Sepulcrum Trium Magorum. Cuenta la leyenda que, a mediados del siglo IV, el obispo Eustorgio consiguió los restos en Constantinopla y los llevó hasta Lombardía en una carreta de bueyes. Antes de atravesar las murallas de Milán, los bueyes se pararon en medio del campo y se negaron a seguir avanzando, cosa que el obispo interpretó como un mágico deseo de sus majestades de que allí reposaran sus restos y no dudó en levantarles su propia iglesia.

Ahora, en las pequeñas trattorias del barrio, se comen algunas de las mejores pizzas de Italia. Pero no fui allí, hace años, solo para comer: fui, como quien peregrina a un lugar sagrado, para rendir homenaje a Melchor, Gaspar y Baltasar, esos tres insignes reyes sabios, generosos y ejemplares, que llenaron de ilusión tantos momentos de nuestra infancia y que todavía hoy nos reconcilian con la monarquía. Entré en San Eustorgio con la misma inquietud con que de niña esperaba, en la cuesta del Barrio Obrero, que pasaran las carrozas de la cabalgata de Reyes; con la misma desazón del sueño en esa noche; con la misma emoción con que entraba cada día 6 de enero en esas oficinas de la Gran Vía en las que, a los hijos de los sanitarios, los Reyes Magos en persona nos daban un regalo más; con la misma fe con que escribía mi carta, llenándola de halagos y confesiones. He estudiado mucho, me he portado muy bien, he ayudado a mis padres, no he dicho mentiras…

Ni oro, ni incienso, ni mirra. En aquellos tiempos, mi carta era una carta breve y meditada hasta el extremo, en la que, con una responsabilidad encomiable, distinguía el regalo principal de los prescindibles. Mi confianza era tal que puedo jurar haber visto pasar la silueta de sus majestades, coronas incluidas, tras el cristal esmerilado de la puerta de mi dormitorio. Los Reyes, año tras año, cumplían mis modestos deseos: el muñeco dormilón, un coche de capota de color azul, rompecabezas, libros, una guitarra o esa muñeca de pelo rubio y vestido de cuadros escoceses que bauticé con el exótico nombre de Carol. Los días de Reyes me enseñaron que, aún más que yo, eran felices mis padres y mi abuela y en su honor, honrosos Reyes Magos de la vida real, reproduzco cada año, con mis propios hijos, el misterio, la magia y la ilusión.

Van estas líneas por ustedes, queridos Reyes Magos. Tráigannos para este año, sobre todo, mucha salud.

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