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CADA verano propongo desde estas líneas un libro para una lectura que desearía fuera capaz de entretener y emocionar. El principito, de Antoine de Saint-Exupéry (1943) cumple a la perfección con estos requisitos. Forma parte además de un grupo de obras excepcionales que parecen escritas para niños, pero que tienen la virtud de hacer reflexionar a los mayores; en ese sentido, le encuentro claras analogías con Platero y yo, que le precedió en casi treinta años. Quienes lo hayan leído convendrán conmigo en que la comparación entre los personajes arquetípicos que habitan los planetas que recorre el pequeño príncipe y los que habitamos este mundo es aleccionadora: unos y otros mostramos una irrefrenable tendencia a complicarnos la vida y es la ingenua visión del principito la que verdaderamente señala el camino correcto,… en caso de que exista.
Pienso ahora en su encuentro, en el cuarto planeta, con el hombre de negocios (curiosamente, en la versión original francesa, se refiere a él utilizando el vocablo inglés, businessman), ocupadísimo en contar los millones de estrellas que cree le pertenecen, lo que le sirve para ser rico, con lo que podrá comprar más estrellas para administrarlas y guardar en el banco la lista creciente de sus posesiones, o sea, "apuntar en un papelito el número de sus estrellas y guardarlo en un cajón bajo llave". El niño príncipe, que en su asteroide posee una flor, que riega cada día, y tres volcanes, que deshollina todas las semanas, no lo entiende y concluye que "los mayores son raros, pero que muy raros".
Al fin y al cabo se trata de dos formas de afrontar la relación entre la persona y la realidad circundante. Paul Auster, en su libro autobiográfico La invención de la soledad (1994), clave en la producción literaria del autor, describe así a su padre: "Trabajaba duro porque quería ganar todo el dinero posible. El trabajo era un medio para un fin, un medio para obtener dinero; aunque el fin tampoco fuera algo que le proporcionara placer. (…) El dinero era la panacea de todos los males, la representación material de sus más profundos e inexpresables deseos. (…) No quería gastarlo, quería tenerlo, saber que estaba ahí." Saint-Exupéry nos propone en cambio una conexión más sencilla y auténtica con las cosas del mundo, como forma de realización que las convenciones de nuestra civilización no solo no valoran, sino que incluso desprecian.
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