Calladamente, como una suave ola que se pierde en la orilla, ha llegado la nueva estación del año. Ya es verano. Me gusta recibir y saludar al estío en la playa, sentado en la arena, hundiendo mis pensamientos en el frescor del agua que mansamente se acerca una y otra vez, como queriéndome decir que el astro rey está en todo su esplendor, más alejado de nosotros, pero dando más fuego a la brisa que quema la piel desnuda. Alguna vez en casa, me gusta en este día cerrar los ojos y dejar que la melodía de "Las cuatro estaciones" de Vivaldi, llene mi espíritu de esa paz que uno sueña para teñirla de azul celeste entre el cielo y el mar.

Es cierto que cada estación del año tiene su encanto, pero después de la primavera, que nos insufla el cuerpo de vida, es el verano donde por su clima y sus peculiaridades más me atraen. Quienes nacimos y por suerte anclamos nuestra vida junto al mar, parece que tenemos una complicidad nueva cada doce meses para dejar escapar nuestros sentimientos acariciados por la sal, que como invisible epidermis agrieta el cuerpo en un abrazo de amistad lleno de arcanos marinos con recuerdos de horizontes limpios en lejanía de estrellas y luna, rielando en las noches calurosas, cuando todo el océano es un espejo que refleja la vida. Me distrae y extasía mirar a la orilla cuando la marea va creciendo. Las ola avanzan poco a poco, sin descanso, anunciándonos que implacablemente cubrirán en algún momento el lugar donde estamos. Horas después el agua se va, corre vertiginosamente al surco eterno de su morada, empujada por ese viento que tan bien conocemos: el foreño.

Es verano. Uno más. Propiamente dicho uno menos. La rueda de la vida gira como esos vientos que sobre las aguas son caprichosos y varean al son de un mando imprevisto. El verano en la sierra es delicioso, en la montaña atractivo, en el mar un autentico lujo donde el verdiazul no ve el final, y en la línea lejana del horizonte se levantan visiones que la condensación del aire crea en fantasmagóricas visiones.

Sigo descansando en la arena. Antes corría por ella, ahora los tiempos de vida marcan sus pautas. Junto a mi aparece de pronto surgida de entre las aguas una concha. No es como las demás. No se parece a ninguna de cuantas había visto hasta ahora. La observo. No la quiero coger entre mis manos y despertarla de su feliz realidad marina. Va y viene meciéndose entre el oleaje. Es preciosa. Su reino es infinito y su vida todo lo larga que la naturaleza quiera, como nosotros. Por fin desaparece bajo la arena suave y blanda que la oculta. Ha salido del mar para ver la playa, la luz cegadora del verano nacido ha vuelto para decirnos que ya estamos en un año difícil, en la tierra para los humanos, pero feliz y limpio entre las aguas donde el misterio de la vida es su principio y quién sabe si su final.

Vivir el verano en una provincia marítima es como ofrecer el corazón en un altar de brisas y de soles, de ocios y distracciones, de amor y de ilusiones que durante tres meses quiere hacernos feliz.

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