Lo que hemos vivido estas pasadas semanas con las sesiones de investidura ha sido la mayor manifestación de degradación o decadencia del ser humano. Un falso humanismo inoperante y violento. Es como si todos hubiéramos perdido la conciencia de ser para convertirnos en algo que ni siquiera sabemos ni podemos definir. Nos queda la imagen, la vergüenza a pesar de los aplausos y los abrazos, a pesar de los insultos y las vejaciones. Decía Estobeo "Al ser preguntado Antístenes sobre cómo debía uno aproximarse a la política, contesto: Igual que al fuego, para no quemarte, ni lejos, para no helarte".

Pero nos faltó la prudencia, y nos quemamos y nos helamos. Esto de vender humanismo es muy antiguo. Los políticos de ahora, aunque no lo veamos, llevan bastón, barba, zurrón y una tinaja, porque se han vuelto cínicos. Nunca aprenderemos a creer en los hombres y a compartir con ellos, aunque el humanismo lo intenta. Pero claro, ya Sartre lo escribió en La náusea, y nos definió al humanista radical, el de izquierdas, el católico, el jocundo, el sombrío… Porque hay tantos humanistas ahora como intereses existen.

Hemos escuchado auténticas burradas en las nefastas intervenciones de nuestros políticos. Unos se golpeaban el pecho y dejaban entrever "¡Qué vergüenza!", otros bajaban la mirada como si lo que se decía no fuera nunca con ellos, otros pataleaban o aplaudían. Algún otro se echó a llorar cuando comprobó, de buena tinta, que eso del "¡Sí se puede!" llegó a ser verdad, señorías sí, sí se puede acabar viviendo del cuento. Y el que soñaba, ese que decía que no dormía, pero seguirá haciéndolo en la Moncloa, a ese le dejo estas palabras de Diógenes Laercio: "A los que se inquietan por sus sueños les reprochaba que descuidaran lo que hacían despiertos, pero se preocuparan tanto de lo que imaginaban dormidos".

Nos llegó la hora, el falso humanismo triunfa y Platón tenía razón con su crítica a la democracia, a nuestra nefasta democracia, que en realidad no lo es, ni nunca lo ha sido. Platón fundamentaba su crítica a la democracia en que la masa popular, el pueblo, es asimilable a un animal esclavo de sus pasiones, que ama la adulación, y su poder acaba en tiranía; sus representantes no poseen conocimientos ni capacidades políticas, tan solo la falsa oratoria; y las discusiones en el Parlamento no son más que un mero reflejo de su impotencia que nos acerca a esta decadencia en la estamos sumidos.

La decadencia es nuestra falsa democracia repleta de falso humanismo. Triunfa la mentira.

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