Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
ESTE artículo se iba a titular Donde empieza la caridad. Cuando lo comenté con J. H., me sugirió que cambiara la palabra caridad por solidaridad. Le expliqué que mi pretensión era criticar la frase "La caridad bien entendida empieza por uno mismo", de la que sospecho que contiene, de forma más o menos encubierta, una defensa del egoísmo. Pero la observación me llevó a reflexionar sobre las conexiones entre ambas palabras que, en mi opinión, están sometidas a los vaivenes de la moda. Ciertamente la moda no ignora el auge de las tendencias laicas en el mundo occidental. Por eso, desde su tiranía caprichosa, dictamina que caridad se viste hoy con ropaje antiguo que huele a naftalina, y propone transfundir su significado a otros vocablos más modernos, verbigracia solidaridad.
Pero, aunque en la actualidad seamos menos religiosos, creo que no debemos renunciar, ni siquiera en el lenguaje, a las raíces de nuestra civilización, de la que la caridad es piedra angular, el núcleo a partir del cual se configura un cristianismo que se condensa en el mensaje "Amaos los unos a los otros como yo os he amado", actualización a su vez del mandamiento divino: "Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos". Incluso el poder integrador de la caridad alcanza a las otras dos virtudes teologales, fe y esperanza, ya que, según San Pablo, que ejerció como portavoz de Jesús de Nazaret, "la caridad (…) todo lo cree, todo lo espera,…".
El concepto de solidaridad, por su parte, nace con el desarrollo de la sociología moderna, como "unidad basada en metas o intereses comunes", para afianzar los lazos entre los miembros de una sociedad. Si se considera que esa sociedad se extiende a toda la humanidad, nos encontramos con la idea de solidaridad universal, que conlleva el apoyo de los privilegiados a los más desfavorecidos y que, si se practicara generalizadamente, haría del nuestro un mundo mejor, éticamente sostenible. El riesgo es que, con una visión más restringida, la solidaridad se oriente hacia el reforzamiento de la conciencia de grupo y su acción se limite a los miembros de la propia tribu o clan. De ahí al nacionalismo excluyente hay solo un paso.
Más allá de las modas pasajeras, sería bueno reivindicar la caridad como fundamento imprescindible del progreso social. Sobre él podrá asentarse de forma natural el edificio de la solidaridad universal, demostrando que los valores laicos son perfectamente compatibles con los principios que defiende el cristianismo.
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