Entre los buenos ratos de la vida, sin duda alguna, se pueden poner en primera línea los de conversar con los amigos. Cumpliendo esta norma que llevo con orgullo, he vuelto a pasar una rato de conversación y compañía con un amigo al que admiro profundamente en su arte, en su libre profesionalidad, y en su entrega a los demás en un bello concepto de la generosidad. Me refiero a alguien bien conocido en nuestra ciudad que merece toda esa admiración por su obra y manera de ser. Estoy escribiendo sobre Alfonso Aramburu.

Conozco a Alfonso de hace mucho tiempo. Los dos estamos en la misma década de nacimiento, aunque separados en distancia a favor suya. Su familia, onubense, su educación Marista, sus juegos infantiles en el Paseo del Chocolate, como nosotros gustamos decir, en la Plaza de las Monjas, en cualquier rincón de Huelva de esos que se nos meten en el alma para siempre.

Su afición a la mar. Alfonso, no te quites nunca esa gorra que da a tu figura sabor marinero, de marisma, de tu pueblo choquero. Cuantas veces me he cruzado con él por la ría. Alfonso en el silencio de las velas en su catamarán, yo en mi Taylor de motor. Ambos siempre impregnados de la sal y el sol de Punta Umbría. Sus estudios le convirtieron en un arquitecto genial, donde dejó su impronta en el Ayuntamiento onubense y su afán de creación, siempre en libertad, dejando muestras de pinturas, de murales bellísimos y para mí, como muestra de su genio, en esos apuntes instantáneos que tantas veces le hemos visto improvisar de forma genial.

Hace varias décadas, mientras charlábamos una noche en la redacción del viejo Odiel, me improvisó un dibujo inspirado en la técnica de Vázquez Díaz que guardo con afecto. Otro sobre un paisaje marinero de Huelva que sirvió de portada para mi libro A la orillas del Odiel y hace unos días uno representando a un Cristo lleno de dolor, que dedicó amablemente a Lupe, mi mujer. Qué manera de expresar en pocos minutos toda la grandeza de un arte en la que él es un auténtico maestro.

Alfonso, al que Huelva le ha rendido muchos homenajes en testimonio de su valía, de esa generosidad que mantiene en un espíritu de solidaridad con los necesitados, en ese amor a las cosas y a las tradiciones de esta tierra y este mar nuestro de cada día al que adoramos. Siempre que nos encontramos en la reuniones de antiguos alumnos maristas, nuestros recuerdos vuelan a los inolvidables años de la adolescencia. Su pintura será siempre su mejor recuerdo para todos. Su espíritu marinero queda plasmado en ese cuadro que regaló a la Sociedad Colombina, para su Museo en la Rábida. Alfonso Aramburu es un hombre de Huelva, de espíritu y ejemplo renacentista, que nos arropa en su conversación con pensamientos llenos de profundidad y amistad. Creo que somos muchos los que le admiramos y reconocemos su valía y arte y su corazón entregado a la generosidad a favor de los necesitados. Todo un ejemplo que yo deseo, humildemente, reconocer. Gracias, Alfonso, amigo.

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