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Desde 1985 es posible abortar legalmente en España. Para mí es uno de los mayores progresos en materia de derechos sexuales y reproductivos que ha experimentado nuestra joven democracia. En estos cuarenta años hemos conocido debates y campañas en torno al aborto que afloran de manera reiterada, a favor y en contra. Entre los menos serios recuerdo la cruzada personalista del ínclito Gallardón y, por desgracia, la reciente ocurrencia del síndrome “fake” inventado por varios dirigentes madrileños, y madrileñas. Pero en tiempos menos convulsos ha habido debates profundos, que van más allá de postulados simplistas y que admiten matices, pero por desgracia ahora se habla de aborto en un contexto polarizado, y eso es munición para mantener la tensión y las posiciones antagónicas, para el tira y afloja que tanto nos está empobreciendo, y para volver a hablar de derechos de las mujeres sin las mujeres.
La “ley de plazos” promulgada durante el gobierno de Zapatero, y su reforma reciente, buscan entre otras cosas que las mujeres puedan interrumpir su embarazo (abortar) en hospitales públicos; algo que no se ha conseguido porque, aunque se financia por el Estado, el acto quirúrgico se realiza en centros privados. Para lograr esa accesibilidad y garantías exige para su implementación y desarrollo que haya registros de sanitarios objetores, algo que tampoco se ha logrado por la oposición de las Comunidades con gobiernos conservadores. La pereza ideológica a la hora de aplicar las normas hace que seamos incapaces de saber si éstas son o no útiles; algo parecido ocurre con las leyes educativas. Pero como “la matraca” ha surgido de nuevo, el péndulo ha empezado a funcionar; mientras unos piden retroceder a posiciones anteriores, otros han visto fortalecida la reacción opuesta, la de caminar hacia una constitucionalización definitiva del derecho al aborto (una propuesta de Sumar que ahora también el PSOE hace suya, por cierto).
Que una mujer pueda abortar en condiciones dignas y en un centro público, supone un avance enorme para las ciudadanas de este país, que muchas otras no pudieron disfrutar y que las llevó a la tumba. Pero la posibilidad de que se convierta en norma fundamental exige profundizar en un debate que entrelaza libertad, moralidad, justicia y vida, y quizás no sea el momento, aunque las bravatas reaccionarias pueden acortarlo.
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