Propuestas, promesas, compromisos... En tiempo de elecciones, los aspirantes a decidir por nosotros no paran de contarnos milongas (baile argentino, pero también cuento chino) sobre los beneficios para nuestros intereses de confiar en ellos. Poco sobre cómo se beneficiarán los suyos y mucho menos sobre cómo repartirlos, en caso de que entren en conflicto, aunque si la partitocracia ocupa las instituciones y los órganos de control y supervisión, parece lógico pensar que su intención es que los intereses de los elegidos del pueblo prevalezcan sobre los del propio pueblo. Nada nuevo bajo el sol, como dice la Biblia y sostienen los modelos de agencia: en caso de conflicto de intereses, el agente arrima la ascua a su sardina aprovechando en su beneficio particular el poder delegado por los representados, denominados principales en el modelo, y el mayor nivel de información del que dispone.

La pretensión de cambiar la Constitución de 1978 o de modificar reglas de juego que se establecieron entonces, como las que deben garantizar la independencia del poder judicial o la limitación a lo excepcional del decreto ley como forma de legislar, para impedir, entre otras cosas, una injerencia excesiva del ejecutivo en las funciones del legislativo, son fórmulas propuestas por los representantes para evitar que el conflicto de intereses con sus representados pueda resolverse en favor de estos. Pero las decisiones de los representantes tienen efectos directos sobre la realidad en la que inciden y también colaterales fuera de ella (externalidades) que, con frecuencia, trascienden incluso a las generaciones.

La legalización de los regadíos de Doñana, con independencia de las responsabilidades sobre su origen y consentimiento durante décadas, responde al interés concreto de los directamente afectados, pero sus consecuencias no son indiferentes para resto. El problema principal, y con esto conectamos con las decisiones que tienen que ver con el cambio climático, es que, si sus ventajas principales se percibirán de forma inmediata por los directamente interesados, es probable que el perjuicio para el resto aumente con el paso del tiempo y que sean generaciones futuras las que más lo padezcan. La historia está llena de ejemplos de recursos públicos esquilmados en beneficio de lo inmediato y justificado por la riqueza generada y el empleo creado. Unos pocos beneficiados de una decisión con perjuicio para el resto, pero cuyo coste puede resultar soportable, si se reparte entre muchos.

Han pasado casi dos siglos desde que W.F. Lloyd planteó el “dilema de los comunes”. Cuando un grupo de particulares explotan un patrimonio común, en aquel caso montes públicos para pastoreo, la búsqueda del interés personal lleva a un comportamiento egoísta que puede acabar en la extinción del recurso. La sobreexplotación pesquera o la urbanización del litoral son fenómenos motivados por impulsos de similar naturaleza. A las instituciones corresponde frenar el afán de los representantes políticos de adaptar las reglas de juego a sus intereses o al de unos pocos, pero para ello han de ser independientes y exigir la valoración de los costes sociales de las decisiones políticas.

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