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Con la inflación por fin en tasas interanuales que comienzan en “2” y anticipándose rápidos recortes de los tipos de los bancos centrales, se vuelve al régimen tradicional de descorrelación en las cotizaciones de las acciones y de los bonos, en el que la renta fija retoma su papel de activo diversificador de las carteras.
Cuando la inflación es alta, la mayor amenaza para la economía y los mercados es un recalentamiento que obligaría a endurecer más las políticas monetarias y a encarecer el crédito. Se entra en una dinámica en el que “los buenos datos de actividad son malas noticias” que hacen caer a la vez las bolsas y la renta fija. Y al revés, “las malas noticias son buenas” indicando un sano enfriamiento de la economía.
Pero ahora que se vislumbra que la inflación se estabilizará algo por encima del objetivo del 2% en 2025 y que el temor en los mercados es un “aterrizaje brusco” o incluso otra recesión, retornamos al régimen más habitual de reacción asimétrica entre acciones y bonos. Datos decepcionantes sobre actividad son mal acogidos por las bolsas mientras los bonos se revalorizan, y viceversa.
Al mismo tiempo, las rentabilidades de las letras y depósitos seguirán cayendo conforme el BCE recorte sus tipos, y pronto rentarán bastante menos del 3% si éste se sitúa ya debajo del 2,5% dentro de un año, como descuenta el mercado.
Así las cosas, la estructura de cartera óptima ya no es una combinación de acciones con activos monetarios, sino con renta fija a medio plazo, que no solo prolonga el tiempo en que obtenemos retornos superiores a la inflación, sino que diversifica y amortigua en las fases de corrección bursátil.
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