No lo toques más


Arrastrado por la maravillosa lucha entre el color y la línea que debatieron Venecia y Florencia, se abrió en los Países Bajos, en el XVI, un proceso clave en la historia de la pintura, que más tarde se extendería a otras disciplinas artísticas. Los maestros pintores se dividieron en dos grupos, los analíticos y los sintéticos, tras siglos de cábalas entre el comportamiento racional y la voluntad empírica, entre el poder y la sociedad burguesa, entre el hombre libre y la religión.
Los primeros, los analíticos, como su palabra entrevé, examinaron el objeto en sus mínimas percepciones, ofreciendo al espectador todo aquello que el ojo ve. Y si fuera posible, aumentado, mucho más allá. Los segundos, los sintéticos, extractaron el ojo hasta esenciar el modelo, plasmando la sugerencia de lo que se ve, abstrayendo la esencialidad de las cosas. Es la pintura-pintura, un concepto más intelectual, menos artesano, de la plasmación. Dos toques de blanco son suficientes para sugerir que aquello es una puñeta o un encaje. No necesitaban mil toques lavados para que el ojo surcara los entresijos de una blonda, de un visillo o encaje. El ojo tan bien sabe intuir las apariencias.
Con el tiempo, y liberados de prejuicios y escrúpulos, la síntesis se convirtió en el motor de la evolución, en la búsqueda manifiesta de la esencia de las cosas. Piensen que de la síntesis de Velázquez, Rubens, Rembrandt, Hals o Teniers, surgieron Goya y Turner, y de estos Delacroix, Monet y Manet, para darnos en pasos acompasados a Cezanne, Picasso, Matisse y Rothko. Y que el hombre, antes de conferir a las formas materializadas categoría de arte, vio crecer el naturalismo de Altamira, la síntesis de Cogul, la sencillez de las Cícladas, el cubismo de los ibéricos, los lupanares húmedos de Pompeya o la concreción pedagógica de San Clemente de Tahull.
Pintar no es solo reproducir lo que se ve. Es un algo más, un todo donde la componente intelectual suma a la manualidad el conocimiento y la experiencia científica. Con manualidad reproducimos, no creamos. Pintar, como esculpir o musicar, es expresar un sentimiento. No por más palabras decimos más. No por más toque de pintura descubrimos al espectador la naturaleza. Goya gritaba con vehemencia a Vicente López para que finalizara su retrato, conminándole a que no retocara más. Juan Ramón, lo decía todo con aquello de "no la toques más que así es la rosa" o ese maravilloso y explícito "basta lo suficiente".
La Fundación Caja Rural del Sur nos vuelve a regalar una nueva exposición en un otoño cargado de intenciones. Admirable su programa. Si nos sugiere la particularidad caribeña en el Museo de Huelva con la Mujer Cubana, en su sala de la calle Botica nos deja boquiabierto con la destreza manual de Juan Antonio Domínguez Romero, un pintor de Huelva, concretamente de Valverde del Camino, fascinado por la realidad a ultranza, con esculpir en relieves la planicie del lienzo con un modus operandi que intenta cristalizar en fotografía.
Tenía una referencia endeble de su obra, y a fuerza de ser sincera me ha causado impresión su dominio de la naturaleza, tanto la viva, llena de captaciones insospechadas, como la muerta, donde quizá manifieste una mayor fuerza reproductiva. Algunas de sus frutas, como las peras, menos quizá los membrillos, y sus azulejos añejos, donde el pintor se troca artesano, rayan lo verosímil. Es cierto que Domínguez domina con las manos la pintura en su concepción más analítica, sumergiéndose con dotes, diría casi ciego, en la pretendida verdad de lo que el ojo percibe. Si diseccionamos su obra, ya sea de paisaje o de bodegón, es hábil con el pincel, concienzudo en la composición, limpio en la luz y perfeccionista en los detalles. Gasta una pintura dirigida con conciencia a un público determinado pero, probablemente, con esas manos se pediría un esfuerzo de síntesis o de golpe literario, y con ello alcanzar un mercado más abierto, más dotado a la compra de productos varios.
Sus paisajes de playas, los de Doñana, médanos de Castilla o las sinuosidades de Punta o Antilla, supongo, sugieren más por la descripción que por la atmósfera, a menudo ausente. Y cuando no brillan las partículas de poesía, las esencias que dan vida y particularidad a la naturaleza, al objeto representado, éstos caen en la mera transcripción. Las olas pueden contener hasta la última nota de espuma en su cresta, las dunas hasta la mota más insignificante de grano de arena, el azulejo hasta la muesca de imperfección del horno, pero las olas como las ondas de arena y el dibujo de la cerámica deben moverse y respirar, contener el aire que respiran para que la poesía de su danza atrape y emocione. El aire, como el alma, es lo que no se ve y es lo que se necesita captar para cumplirse. Es la verdad de eso que llamamos pintura, un racimo de colores que sugiere ideas.
Juan Antonio Domínguez, sin duda, es un pintor con carácter, con mucho oficio, que sabe como pocos analizar la naturaleza con el ojo de halcón. Su pintura arrastra pasiones, devociones por tanta profusión descriptiva. Me alegro conocerle hoy un poco más. Seguro que mañana, en la siguiente muestra, me gustará más aún.
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