Tomás Pavón prevalece
Tomás Pavón, 1/4. Una serie de cuatro capítulos sobre uno de los cantaores más destacados que ha tenido el flamenco en toda su historia moderna y que continúa siendo referente para los aficionados
EN vida no fue comprendido, pero el paso del tiempo ha rehabilitado su cante como se merecía. Fue un artista mágico y una persona rara, con una actitud retraída y ascética; triste, que se aislaba por sus dolencias físicas y su mala salud, y dotado de una sensibilidad no bien entendida. Tomás se situó en el margen de los comportamientos habituales en los ambientes del flamenco de su época. Pocas veces actuó en teatros cara al público. Fue cantaor de fiestas y reuniones privadas, cantaor de cuarto.
Manuel Bohórquez, que ha estudiado bien su personalidad, describe al ser humano que fue: “Lo que a él le gustaba en realidad era pescar barbos en La Barqueta o quedarse en su casa haciendo jaulas para canarios, arreglando relojes de bolsillo y escuchando a Chopin, su músico preferido. Cuando casi nadie hablaba de Chopin, Tomás ya decía que era un genio de las armonías… Tomasito siempre fue muy enfermizo. Se operó dos veces en su vida: la primera vez de las cuerdas vocales, y la segunda del estómago. Y al final murió de cáncer de pulmón, porque fue un fumador empedernido”.
Fue un niño tímido y retraído, de salud delicada –nadie que la padece, salvo el que la sufre, sabe cómo agría el carácter una úlcera de estómago–, y de carácter muy sensible. Debido a ello, apenas actuó en los cafés cantantes ni intervino en espectáculos de la ópera flamenca, limitándose a cantar en reuniones de cabales o en fiestas privadas, con amigos y en pocos escenarios.
Sus comienzos
Tomás Pavón Cruz (1893-1952) nació en el barrio de Puerta Osario, de Sevilla, en una familia gitana relacionada con el flamenco que generó varios artistas, como su hermana mayor, Pastora la Niña de los Peines, y su hermano Arturo. Niños precoces los tres, vástagos cuya principal necesidad diaria era buscarse la subsistencia. Tomás era el menor de ellos y la primera vez que actuó en público como profesional fue en Madrid, en 1905, llevado por su hermano. Tenía doce años y cantó en el Café del Pasaje con el nombre artístico de El Revertito, junto con El Mochuelo y el Niño Lara, un bailaor madrileño [2].
A lo largo de su vida actuaría en otras ocasiones en Madrid, alternando en Villa Rosa con Antonio Chacón, o como jurado en la Copa del teatro Pavón a mediados de los años veinte, pero salió poco de Sevilla.
Así lo vieron
El escritor José María Velázquez-Gaztelu ha descrito su personalidad como “un extraño ser ensimismado, elegante aunque un poco funeral, correcto en la forma y en el trato, pero distante, como despreciando educadamente el mundo vulgar que lo rodeaba. A veces melancólico, otras definitivamente sumido en una lúcida tristeza, para Tomás Pavón el cante era un ritual sagrado, una ceremonia de la vida y la muerte, su propia razón existencial”. Siempre mantuvo una idea intimista del cante, distanciada de lo mercantil y de la transacción comercial. De él dijo Fernando el de Triana, en su libro Artes y artistas flamencos (1935), cuando todavía estaba Tomás en activo, que “es una verdadera lástima que no se exhiba en público, donde aseguro que tendría más porvenir económico y su fama se elevaría al sitio que a tan buen cantador corresponde”. “Este ser, genial y desventurado –como lo calificaron Ricardo Molina y Antonio Mairena– pasó por esta vida sin recoger la admiración que se le debía. Nuestra época ha visto pasar sin pena ni gloria a uno de los más grandes cantaores”.
Con Manolo de Huelva y Cagancho
El guitarrista Manolo de Huelva –otro raro– trató mucho a Tomás; eran amigos: el de Riotinto lo fue de toda su familia [3]. En su vida privada constan aquellas muchas veces, casi rutinarias, en que cogían un coche de caballos en la Alameda de Hércules y se llegaban a Triana, a buscar a Cagancho para escucharlo cantar en alguna taberna. “Iban en coche e invitaban al cochero. Eso hicieron un par de veces a la semana durante un buen par de años. A Cagancho lo quitaban de la fragua, le daban dinero para que cantase y se iban los tres a beber vino fino de Jerez. Él no tenía guitarra, daba el son con los dedos sobre la mesa. Apenas si se usaba la guitarra en Triana”. En todo caso, se emocionaban mucho escuchándolo; Manuel Cagancho era un gitano muy moreno, con los ojos intensamente verdes y el pelo castaño oscuro. Esto le contaba Manolo de Huelva a sus amigos y extraordinarios aficionados el señor Marius de Zayas y a su esposa, Virginia Randolph Harrison. “Los más largos por soleá –decía Manolo– son Tomás y Pepe de la Matrona”. Que, por cierto, en tiempos de un gitanismo acendrado como fueron los suyos, “Tomás era gitano, pero no odiaba a los gachós; era un gitano señorito y vestía muy elegante”, decía el guitarrista huelvano, ese “purista intransigente de una honradez intelectual insólita en el mundo de los flamencos profesionales”, a juicio de su amigo Rodrigo de Zayas.
(Continuará)
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