Los susurros del viento, la voz de un hombre

Visor edita 'Bálticos y otros poemas', una muestra de la sensibilidad privilegiada de Tomas Tranströmer

Tranströmer, el año pasado, cuando fue galardonado con el Nobel.
Braulio Ortiz

30 de diciembre 2012 - 05:00

Tomas Tranströmer. Traducción de F. J. Uriz. Editorial Visor. Madrid, 2012. 200 págs. 12 euros

Cuenta un conmovido F. J. Uriz que nada más comenzar el discurso que pronunció en la ceremonia del Premio Nobel, Tomas Tranströmer dedicó unas palabras de agradecimiento a quienes habían contribuido a difundir su poesía por el mundo. "Curiosidad y compromiso son vuestra motivación", dijo el autor a sus traductores, y añadió: "Debería llamarse amor, la única base verdadera para traducir poesía". La edición en Visor de Bálticos y otros poemas deja constancia del rigor y la dedicación con que Uriz ha abordado los versos del sueco. La primera obra que tradujo a comienzos de los 80, el libro Bálticos, se acompaña en este volumen de textos que más tarde verían la luz en diferentes antologías, de otros fragmentos que el especialista no había publicado hasta ahora en España y de algún poema -en la Nota del traductor se cita Schubertiana- por el que sentía predilección.

La propuesta, que hay que acoger no obstante como una excelente noticia, no sorprenderá a quienes ya admiraban esa genuina sensibilidad de Tranströmer para hablar de los misterios más insondables del cosmos sin apartarse nunca de las dimensiones de lo humano. Lo divino y lo próximo, lo ignoto y lo cálido, cohabitan en su lírica. "El año antes de morir enviaré cuatro salmos en busca de Dios. / Pero esto empieza aquí. / Una canción sobre lo que está cerca", apunta en Un artista del norte, unas líneas en las que el compositor Edward Grieg se retira al norte "para pelearme con el silencio". En la mirada del poeta, en su intimidad, no es posible el aislamiento, siempre se produce un diálogo y los sentidos se muestran receptivos a lo que ocurre más allá de uno mismo. En Breve pausa en el concierto de órgano, una creación incluida en La salvaje plaza del mercado, el hombre se identifica con los ruidos del tráfico y las vibraciones de la ciudad. "Como si fuese una parte de los sonidos de la calle oigo a mis pulsaciones latir en el silencio, / oigo circular a mi sangre, la cascada que se esconde en mi interior, / con la que ando por todas partes / e igual de cerca que mi sangre e igual de lejos que un recuerdo de mis cuatro años / oigo pasar el camión con remolque que hace temblar estos muros de seiscientos años".

Es esta espiritualidad atípica, capaz de aflorar en lo cotidiano, uno de los rasgos más interesantes de la poética de Tranströmer. Kjell Espmark, de la Academia sueca, que compara al Premio Nobel con otros compatriotas suyos como Swedenborg o Strindberg en la relevancia de su papel en "la escena de la literatura mundial" y señala que hasta Joseph Brodsky confesó en alguna ocasión haberle robado metáforas al que entonces no era más que un debutante, sostiene en el prólogo a Bálticos y otros poemas que el autor es "un místico que espera señales en la oscuridad que den testimonio de un orden superior". Pero es una búsqueda de la trascendencia que esquiva la ampulosidad, es un "humilde sujeto" quien emprende esa "misión de tratar de comprender y precisar un inmenso acontecer inaccesible", esa vivencia del prodigio se da "en mitad de la cotidianeidad". Consciente de la ambivalencia que esconde todo ejercicio, él mismo se refiere al folio sobre el que escribe como "ridículo y solemne".

Tranströmer mide sus pasos con cautela, sabiendo que todo en la vida posee el tacto incómodo de lo precario. En Soledad relata las impresiones que albergó mientras su coche patinaba en el hielo: "Mi nombre, mis hijas, mi trabajo / se desprendieron de mí y quedaron atrás en silencio, / cada vez más lejos. Yo era anónimo / como un chico en un patio de escuela, rodeado de enemigos". Lo dice en algún momento, con esa habilidad que tiene para las imágenes impactantes: hay que caminar "como cuando uno lleva un recipiente lleno hasta los bordes del que no puede verterse ni una gota".

Pese a todo, en la voz de Tranströmer la naturaleza despliega sus milagros. "Basta con cerrar los ojos para oír claramente a las gaviotas / llamando a misa sobre la interminable parroquia del mar (...) y fuera dos montones de nieve como los olvidados guantes del invierno / mientras caían sobre la ciudad octavillas de sol". Un paisaje remite a las propias experiencias: "Una naturaleza muerta de troncos apilados me dejó pensativo. Les pregunté: / ¿Me acompañáis a mi infancia? Me contestaron: Sí". El esplendor también reserva sus amenazas, como ocurre en uno de los extractos de Bálticos. "La anciana odiaba el susurro de los árboles. La melancolía / petrificaba su rostro cuando se levantaba viento: Hay que pensar en los que están ahí fuera, en el mar. / Pero ella oía también otra cosa en el susurro, igual que yo, / somos parientes". La anciana en cuestión ha fallecido hace treinta años, pero el poeta camina junto a ella. El universo de Tranströmer, y ahí radica otra de las virtudes que hace que la producción del escritor escape de lo obvio, es dado a transitar territorios fronterizos entre la vigilia y el sueño, a mezclar en su paleta los colores de un tiempo impreciso donde se entrecruzan pasado, presente y futuro. "Las olas son de hoy", advierte en un poema sobre una antigua foto, una imagen en la que todo "es asombrosamente real" y él puede "pasar la mano sobre las rugosas rocas".

Pero de todos los fenómenos que retrata Tranströmer quizás el que más le interese sea el encuentro del hombre con su prójimo, la emocionante colisión con algo parecido a su alma. "Ocurre pero pocas veces / que uno de nosotros ve de verdad al otro: / una persona se muestra un instante / como en una fotografía pero con más claridad / y al fondo / algo que es más grande que su sombra".

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