Una nueva subjetividad

Retratadas | Crítica de libro

Cátedra publica un valioso estudio donde la historiadora Stéphany Onfray analiza la representación de las mujeres en la fotografía decimonónica y su contribución a la modernidad

Retrato de una mujer hacia 1865.
Retrato de una mujer hacia 1865.

La ficha

Retratadas. Stéphany Onfray. Cátedra. Madrid, 2025. 360 páginas. 29,95 euros

Ya muy extendida en el mundo del arte, con resultados excelentes cuando los intérpretes no se dejan contaminar por el sectarismo, la mirada de género se ha aplicado en menor medida al ámbito de la fotografía donde los retratos tampoco están libres de mediación –puesto que las composiciones no son ni mucho menos espontáneas– pero suman a su potencial interés artístico el de valiosos documentos de los que se puede deducir abundante información para entender las costumbres, los gustos, los prejuicios y en definitiva la mentalidad de una época. La extensión de la nueva técnica y su forma aparentemente fidedigna de representar la realidad supusieron una verdadera revolución que afectó también a la imagen de las mujeres, en un contexto social en el que las estructuras patriarcales aún permanecían intactas. Este cambio y sus implicaciones en la configuración de los modelos y de las aspiraciones femeninas han sido analizados por la historiadora Stéphany Onfray en un valioso e iluminador estudio, Retratadas, donde aborda las relaciones entre “fotografía, género y modernidad en el siglo XIX español” para poner de relieve la manera en que las mujeres, aun constreñidas por las limitaciones de su tiempo, desarrollaron estrategias de autoconciencia que tomaban distancia de los clichés predominantes.

Las estudiadas poses revelan una actitud que, si bien se mira, está lejos de ser pasiva

Centrando su análisis en la primera época, entre 1850 y 1870, Onfray contempla a las retratadas no en calidad de musas o meros objetos, como sería el caso de las modelos estrictas, sino de mujeres que tratan de reflejar una identidad personal pese a los decorados. Las estudiadas poses revelan una actitud que, si bien se mira, está lejos de ser pasiva, como cabría esperar de su posición ancilar y casi exclusivamente reducida al ámbito doméstico, de acuerdo con la consabida imagen del ángel del hogar. Del mismo modo que las fotógrafas, las coleccionistas o las simples observadoras, explica la estudiosa, las mujeres de los retratos participan de una “nueva subjetividad” que trasciende el orden privado. El periodo, que entre nosotros corresponde a la última parte del reinado de Isabel II, coincide a partir de mediados de los cincuenta con la irrupción de las tarjetas ilustradas. Importada de Francia, donde hacían furor las cartes de visite o portraits-cartes patentadas por Disdéri en 1854, la moda fue adoptada de inmediato como vehículo de presentación en las ocasiones sociales. Los estudios de fotografía se convirtieron en centros de ocio y en ellos los retratos expuestos en los escaparates o los álbumes disponibles para la clientela cumplían una función prescriptora. Surgió un nuevo lenguaje, con sus claves visuales, que comprendía a las mujeres de las clases acomodadas, pero también a las profesionales que participaban de oficios familiares o a las trabajadoras del pueblo llano, las empleadas del servicio doméstico o las amas de cría. Un caso particular lo representarían las cantantes, bailarinas o actrices, caracterizadas como sus personajes.

Los retratos documentan la conquista de una imagen propia como medio de afirmación

El recorrido de Onfray está sólidamente apoyado en referencias bibliográficas y se complementa con una amplia e impagable colección de retratos –solemnes, distinguidos, casuales o involuntariamente cómicos– que tiene interés por sí misma, en tanto que pone rostros y a veces nombres, es decir encarnadura real, a las protagonistas del ensayo. La autora reivindica con buenas razones el papel fundamental de las mujeres en la difusión de la fotografía –también en calidad de retratistas– y el modo en que enfrentaron o a veces desafiaron, a través de gestos con los que subvertían en parte los estereotipos asignados, las rígidas convenciones de una sociedad abrumadoramente masculina. En algunos de los mejores retratos hay muestras, deliberadas o inconscientes, de una desinhibición e incluso un descaro absolutamente modernos. Para Onfray, lo que documentan es la conquista de una imagen propia como medio de autoafirmación, aún alejada de la abierta voluntad emancipadora pero ya en el tramo final del largo camino que conduciría de la toma de conciencia individual a la expresión política del feminismo.

Un grupo de mujeres leyendo un periódico hacia 1860.
Un grupo de mujeres leyendo un periódico hacia 1860.

La democratización del retrato

El inicio del recorrido viene condicionado por un hito datable, la invención de la fotografía a finales de la década de los treinta. Ya a mediados de la siguiente, dice Onfray, consta la presencia en España de numerosos daguerrotipistas que fueron acogidos con entusiasmo por una burguesía deseosa de plasmar gráficamente su creciente prestigio, accediendo a una posibilidad –la pintura de encargo– hasta entonces reservada a la aristocracia. El largo tiempo de exposición que requerían los primitivos artilugios, sin embargo, así como el carácter único de los daguerrotipos y sus derivados eran obstáculos para la “democratización del retrato”, siendo también su alto precio, comparable al de los óleos o las miniaturas, un impedimento para el acceso fuera de los entornos privilegiados. La difusión masiva no llegó hasta los años sesenta, cuando el perfeccionamiento de la técnica redujo el posado a unos segundos y facilitó las copias en distintos soportes. La “edad de oro” de las tarjetas de visita, impresas en papel y de coste reducido, propició la multiplicación de los retratos al tiempo que disminuía su consideración artística, dado el carácter seriado y comercial de una forma de autopromoción –bien lo sabemos en la era de los selfies– que se adecuaba como un guante a la incipiente sociedad de consumo.

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