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Me piden que regrese | Crítica
Me piden que regrese. Andrés Trapiello. Destino. Barcelona, 2024. 400 páginas. 22,90 euros.
Con algunas excepciones como la brillante y excesiva Madrid, 1940 de Umbral, que se acercó al segundo “año de la Victoria” desde la perspectiva de un “joven fascista”, o la reciente Castillos de fuego de Ignacio Martínez de Pisón, un ambicioso fresco coral que deja un retrato muy preciso de la dureza de aquellos años, la posguerra española no ha sido –al contrario que la guerra propiamente dicha, de hecho prolongada hasta la disolución del maquis– un tema demasiado tratado por la narrativa contemporánea. Lo damos por sabido, pero rara vez se nos cuenta por lo menudo y esto es justo lo que hace Me piden que regrese. Un largo itinerario ha llevado a Andrés Trapiello hasta esta novela, décima de las suyas, que compendia varios de los intereses de un narrador, si hablamos sólo del narrador, que ha abordado en otras ocasiones –el exilio en Días y noches, la guerra y su controvertida memoria en Ayer no más– el pasado no pasado de la gran tragedia de la que venimos, tragedia en tanto que plantea, como ha precisado él mismo, dilemas irresolubles. Lejos de volver sobre ellos, su novela recrea una conmovedora y amenísima historia, hecha de realidad y ficción, donde evoca aquel tiempo famosamente sombrío con todas las contradicciones y claroscuros que caracterizan la vida verdadera.
Trapiello resalta los contrastes pero no los somete a pedagogía aleccionadora
Frente a las narraciones que se acogen, por su visión parcial y reductora, a lo que Semprún llamó la memoria ideológica, en definición citada más de una vez por Trapiello, Me piden que regrese apenas incurre en el discurso político –sólo se posicionan los personajes, sin enfadosos subrayados– y opta por describir aquel Madrid arrasado y envilecido en el que convivían el lujo y la miseria, a través de una amplia panorámica que resalta los contrastes pero no los somete a pedagogía aleccionadora. De nuevo el autor se mantiene fiel al linaje que arranca en Cervantes, pasa por Galdós –presente por el protagonismo de la ciudad, de sus gentes anónimas– y llega hasta Baroja, que es el gran referente de esta novela donde se le rinde homenaje expreso. A Baroja remiten la desnuda peripecia y una estudiada ligereza que hace que parezca que la narración avanza sola, como al desgaire o sin diseño aparente, pero Trapiello no renuncia a reflejar el clima moral, de modo que la reconstrucción histórica se hace no a partir de los grandes sucesos sino de los pequeños detalles de la vida cotidiana –los objetos, las calles y los oficios desaparecidos, una geografía urbana en la que los arrabales seguían siendo pueblos, el obsceno espectáculo de la oligarquía que ha recobrado sus antiguos privilegios– y hasta de un lenguaje que ya podemos llamar de época, espléndidamente caracterizado en los diálogos.
Los protagonistas son casi inverosímilmente libres en aquella España sometida
Más allá del contexto, confluyen en Me piden que regrese dos géneros populares: la novela de espionaje y la que llamaríamos bizantina, por los enredos y por el fondo sentimental, pues se trata también de una novela de amor que en ciertas escenas, de modo muy cinematográfico, se narra en clave de alta comedia. Es realmente notable que sobre un fondo tan oscuro, sin ahorrar los aspectos más sórdidos, se haya proyectado una trama que hasta cierto punto se emancipa de ellos. Una sinopsis hablaría de policías, guerrilleros, delatores, diplomáticos, agentes dobles, encuentros clandestinos, detenciones, torturas o falsificaciones que alcanzan la categoría de obras de arte, pero el peso de la novela recae en sus carismáticos protagonistas, Benjamín Cortés (o Benjamin Smith) y Sol Neville. Procedentes de mundos opuestos, la inclusa en el caso del primero –formado y redimido por uno de aquellos hombres ejemplares que dieron lustre a los inicios del socialismo, a menudo vinculados a las artes gráficas– y la llamada buena sociedad, naturalmente adscrita al bando de los vencedores, en el caso de la segunda, son guapos, audaces y encantadores, casi inverosímilmente libres en aquella España sometida. Y junto a ellos no puede dejar de mencionarse al niño Chito, de filiación dickensiana, un pequeño sabio del arroyo que con su maravilloso desparpajo inspira una ternura infinita, por momentos sobrecogedora.
El narrador se ha acercado al periodo como si fuera, por fin, un pasado desactivado
Están la penuria general, los rigores de la represión, las cuerdas de presos, el frío y el miedo, pero también el deseo o la necesidad de salir adelante. Para unos pocos, vuelve el ocio nocturno y los establecimientos de postín –el Palace, Embassy, Pasapoga– funcionan a pleno rendimiento, mientras los derrotados intentan rehacer sus vidas o se mueven, en el caso de los militantes, entre el temor a ser detenidos por la policía y el de ser purgados por sus propios comisarios. Como ya se afirmaba en Madrid 1945, la vida sigue para todos y aquí la vemos sin filtros ni anteojeras. Quizá la clave está en que Trapiello se ha acercado al periodo como si fuera, por fin, un pasado desactivado, que tantas décadas después –y al margen de las lealtades personales– no debería seguir dividiendo a los españoles. No de otro modo puede entenderse que su historia, ambientada en un tiempo tristísimo, deje en el lector una impresión luminosa.
El mismo Trapiello, que toma la palabra al final, menciona algunas de las fuentes de Me piden que regrese: el hasta hace poco inédito Cansinos del Diario de 1943 o el Morla de sus impagables anotaciones berlinesas, pero es su propia investigación anterior, avanzada en La noche de los Cuatro Caminos (2001) y ampliada y fijada en el reciente Madrid 1945 (2022), la que está en el origen y en el trasfondo de la novela. La estrecha relación entre ambos libros merecería un cotejo detenido, baste decir que de uno de los personajes reales, también llamado el Americano, “minervista” y agente doble, se decía que “sólo él daría para escribir una novela”, y de otro, “una de esas personas que se rifan los novelistas partidarios de los relatos reales”, que era “un verdadero hombre de acción a lo Avinareta”. Aún reciente la silenciada invasión del valle de Arán, el atentado contra la sede de Falange en el barrio madrileño, muy publicitado por las autoridades, tuvo un efecto contraproducente, ya que reforzó al régimen y alentó la autoafirmación en momentos difíciles, cuando la inminente derrota de la Alemania nazi abría un horizonte de incertidumbre en el que no se descartaba la intervención aliada. De este paradójico modo, los “guerrilleros de ciudad” acabaron por apuntalar a Franco, quien por cierto aparece en la novela, cuando asiste a una montería, como un hombrecillo hosco, perplejo y medio autista.
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