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El peor de los aliños

El escritor Mario Marín (Huelva, 1971) posa sentado en un escaparate de una popular calle del barrio de Isla Chica.

El escritor Mario Marín (Huelva, 1971) posa sentado en un escaparate de una popular calle del barrio de Isla Chica. / Canterla

Cuando conocí a Mario Marín, él estudiaba Bellas Artes en Sevilla y me quedaba en su casa los sábados que había conciertos. En realidad era la casa de Dios. De todo dios. En realidad un sindiós. Como toda casa de estudiantes. Yo diría que en plan más desarrapado.

En la casa se amanecía en babucha de paño, se gastaban bromas veniales y se recibía en bata de refino cutre a las visitas, de las que poco se esperaba. Como decía mi suegro, “las visitas siempre dan dos alegrías: una cuando llegan a casa, y otra cuando se van”. Lo cierto es que venían (llegábamos) de la Huelva del Talgo y el Bar Mikasa, con pocas expectativas materiales, pero es que marchábanse (regresábamos) aún más frustrados, porque los invitados se plegaban a siete u ocho expectativas distintas. Tantas como habitantes o inquilinos hubiera en el piso. Que te podía recibir cualquiera.

En la casa te despedían sin protocolo, con tortillas de paracetamol y macetas de maría. Cuando llegabas un viernes con un calzoncillo y dos calcetines, y derecho a ducha justita, te recibía igual uno de Física que pasaba por allí, luego no veías al que te había invitado hasta las seis de la tarde, después de la cata de cerveza de nosedónde, por lo que pasabas unas pocas horas con muchos a los que rebautizabas a tu gusto y antojo. Los domingos te levantabas con un clavo en el cerebro y el sol pegando en toda la jeta. Un clavo en el tarro que parecía habértelo remachado una hija de mala madre, como en el cante del Agujetas. Antes de marchar, alguien podía ofrecerte un puchero al que bauticé como liberal, porque todo iba por libre. La pata de gallina por un lado, el garbanzo por otro, la patata –si la había– por donde el arroz...

El resultado global dejaba un regusto agridulce, porque allí quedaban ellos con sus mutis por La Alameda y su sexo chungo, y tú anochecías en el pozo marismeño un domingo que hedía a nicotina del Damas S.A. empresa de transportes.

Si cuento todo esto primero, es porque no logro separar al novelista Marín del forzoso Marín anfitrión. Al novelista Marín del confabulador de la invención pictórica. Al novelista Marín del universitario recolector de material en contenedores de escombros (su socio Manuel, por allí siempre presente). El fin de semana heliopolitano era, en fin, como el de algunas de sus novelas, con la diferencia de que no moríamos ninguno. Otro cantar es el de la salud mental, que ha ido resistiéndose de forma diversa según la procedencia, desarrollo y adscripción de cada cual de los que vivían en aquella casa. En aquellas casas. Está por ver que toda esa amalgama fuera correligionaria de sus días de azogue hispalense, pero a mí siempre me ha seducido pensar eso. Que todas las vidas por las que Mario pasó, o las vidas que fue, son ahora mudos espejos deformados de su ser y de otros seres vecinos, que él controla como marionetista de una realidad inabarcable, llevándolo todo a un extremo donde, solo así, esas almas se manifiestan satisfechas.

Cubierta de 'Morir es un color' (Ediciones del Viento), de Mario Marín. Cubierta de 'Morir es un color' (Ediciones del Viento), de Mario Marín.

Cubierta de 'Morir es un color' (Ediciones del Viento), de Mario Marín.

En su primer libro para Ediciones del Viento [El color de las pulgas] nos ofertaba un elenco compuesto por pandilleros, canis, marujas cachondas, moros con desavíos que parecen tapaderas, cafeterías madrugonas y demás canalla barriera.

En el segundo [Mañana es el día siguiente], un pavo que vive por el Huerto Paco, con ciertos impedimentos de interactuación social, tiene una casa por Aljaraque, y alguien le toca los huevos con resultados realmente imprevistos.

Con el tiempo, en sus novelas la juventud siempre acaba grillada, pero generalmente, utiliza su propia grillaera para enrrocarse en sí mismo, exorcizar a duras penas algún demonio y practicar una eterna ceremonia íntima. No hacen daño a nadie porque demasiado ocupados están con embarcarse en su propio naufragio. La adolescencia es prematura. La edad pureta provoca vértigo, angustia solo nombrarla. La tercera edad ya no está, y guardaríamos un buen recuerdo de ella si no nos hubieran abocado con su propio ejemplo a un destino regulero. A los protagonistas se les imagina con ese gesto del que muerde con los dientes la lengua, mientras cierra con fuerza los puños apretando los nudillos. Conteniéndose la ira. “La ira sofocada es el peor de los aliños... La ira que se aguanta es un estertor que se ha quedado en la tráquea y que se lleva luego un tiempo subiendo y bajando en un remolino fangoso de indignación desquiciante”.

Morir es un color (2021) es la novela escrita por un pintor sobre un hospital con nombre de pintor. Estilísticamente, en Morir es un color permanecen algunas claves de sus dos inmediatas predecesoras, como su arquitectura de escenarios o el análisis localista, aunque transita por otras vías, como esa estructura de atrás hacia adelante y viceversa (déjense de flashback), comenzando por los dos primeros capítulos sueltos, sanamente embaucadores. Engañosamente dulces. En realidad, el trinomio de enfermedades y percances que acierto a recordar de Morir es un color, deja una especie de reguero de peste blanca, que desemboca no obstante en un esperanzador abismo, salteado a ratos de humor igualmente blanco.

Al final, después de la ira sofocada, lo que resta es un puñado de resignación mucho más duradero ante la idea de la muerte, que es lo mismo que decir ante cualquier idea, resumido en la metáfora más popular y –otra vez– localista que imaginarse pueda: “...lo obligado es asumir los sentimientos... El puesto de pescado no lo ponemos nosotros, no nos corresponde elegir el género ni su frescura, no te puedes quedar en tu casa esperando que te lo traigan, no puedes elegir el precio ni si te hacen oferta. Hay que ir y hay que ir”.

El libro de la desquiciaera guarda en realidad un podrido origen, una causa unívoca que casi se soslaya y propicia toda la morralla. Pero también un desenlace, una coda final aún más chunga que sobrevive a cualquier spoiler.

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