O ellos o nosotros: siglos de tinta y sangre

Rumor de fondo

Presentada a veces como destrucción ciega, otras como paso previo y necesario para la paz duradera, la guerra ha mostrado toda su crueldad en los clásicos desde el origen mismo de la literatura

La inocencia más aciaga

'El incendio de Troya' (primera mitad del siglo XVII), de Juan de la Corte.
'El incendio de Troya' (primera mitad del siglo XVII), de Juan de la Corte. / Museo del Prado
Pablo Bujalance

18 de julio 2025 - 07:02

En la Ilíada, Homero concentra el relato de la guerra que enfrenta a aqueos y troyanos en el duelo que mantienen Aquiles y Héctor. Cuando el primero arrebata la vida al segundo, no satisfecho, decide deshonrar el cadáver de su adversario: “Para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando. […] Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado; la negra cabellera se esparcía por el sueño, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía toda en el polvo”. Ya en la Antigüedad, la guerra da rienda suelta a instintos oscuros que se manifiestan en la crueldad más despiadada. No basta con la imposición militar: la victoria parece exigir una deshumanización del oponente manifiesta en la profanación de su anatomía, que en algunos casos tiene un sentido iniciático. Así, Heródoto cuenta que cuando un escita mata a su primer hombre “se le bebe la sangre. Y lleva al rey las cabezas de todos los que mata en la batalla. […] Le practica una incisión circular de oreja a oreja, luego coge la piel de la cabeza y la sacude. Cuando ha raspado la carne con una costilla de toro frota la piel con sus manos; cuando la ha ablandado la usa como pañuelo. Lo ata a las riendas del caballo que él mismo monta, y se jacta de ello, pues el que tiene más pañuelos hechos de piel humana es el hombre más válido”.

Pero la guerra pasa también por la sumisión a un líder. En su crónica de la Guerra de las Galias, Julio César admira sin reparos la unanimidad con la que los galos rinden tributo a Vercingetórix: “Alza sus clamores toda la multitud y bate las armas según su costumbre; lo cual suelen hacer cuando aprueban el discurso de alguien; gritan que Vercingetórix es un jefe sin par y que no se debe poner en duda su fidelidad ni se puede dirigir la guerra con más acierto”. Aunque admite su calidad de escenario posible para la virtud, Séneca desacredita la guerra por su empeño en anticipar en el adversario lo que la naturaleza ya ha dictado: “A estos odios tan implacables bien pronto un acceso de fiebre o cualquier otra enfermedad os obligará a renunciar a ellos con la muerte, que pone término al combate interponiéndose entre los combatientes. […] El destino amenaza nuestras cabezas; todos los días que nosotros perdemos no nos son descontados y la muerte se aproxima despiadadamente. Este tiempo que destináis para la muerte de otro es quizá el de la vuestra”. Marco Aurelio, que pasó su reinado en el campo de batalla, abordó en sus Meditaciones la guerra interior: “Solo eres un alma con un cadáver a cuestas”.

Marco Aurelio abordó en sus 'Meditaciones' la guerra interior: “Solo eres un alma con un cadáver a cuestas”

En sus Remedios para la vida, Petrarca señala sin ambages el origen de la guerra civil: “Ningún disturbio público comienza espontáneamente; alimentado por quienes lo provocan, contagia y destruye una ciudad entera. Si me preguntas dónde están las raíces de tal agitación, las hallarás en los errores particulares de los ciudadanos. Te ruego que evites ser uno de los que, con obras o con palabras, encienden el fuego de la contienda civil”. Erasmo de Rotterdam parte de la misma premisa, pero propone una polémica praxis: “La guerra es la más peligrosa de todas las cosas, y solo puede emprenderse con el consentimiento de todo el pueblo. Es preciso erradicar las causas de la guerra en cuanto aparecen. Para ello será necesario pasar por alto ciertas cosas: la indulgencia invitará a los demás a ser indulgentes”. Montaigne encuentra en Julio César un ejemplo de magnanimidad en la contienda, signo de una posible guerra humana: “Las ciudades que había conquistado a la fuerza, las dejaba libres de seguir el partido que prefirieran, sin dejarles otra guarnición que el recuerdo su benignidad y clemencia”.

La cruzada como guerra justa atraviesa la Jerusalén liberada de Torquato Tasso, donde el caballero Rinaldo desprecia así las armas no empleadas: “Armas infaustas y vergonzosas, / que abandonasteis secas la batalla, / aquí os dejo: quedad aquí sepultas, / porque no habéis vengado las injurias”. En la novela de Cervantes, don Quijote entiende la guerra como medio para alcanzar la paz: “Es el fin y paradero de las letras […] entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida”. Para Shakespeare, en cambio, la guerra se caracteriza por la destrucción que procura: cuando en Enrique V el Coro prefigura la presencia del “belicoso” rey en escena, lo presenta “caracterizado de Marte, y atraillados a sus pies, como perros, el hambre, el hierro y el fuego esperando sus órdenes”. Hoy, todavía.

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