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Historias del Fandango
La revista literaria semanal El Reflejo publicó en 1843 un reportaje titulado Costumbres andaluzas. Los novios en Sanlúcar, escrito por Amelia Corradi (que volvería a publicar el Semanario Pintoresco Español en 1847), el cual nos puso sobre una pista clara: a comienzos de la década de los 40, el fandango se cantaba, se acompañaba con la guitarra y se bailaba en la Andalucía occidental con aire flamenco [1].
Es un día de asueto y los jóvenes buscan pareja. Entran en la salita de una casa particular, donde ya está sentado el guitarrista, que acompaña y de vez en cuando también canta. La anfitriona es una jovencita vestida de blanco que ocupa el centro de la pista, a la que uno de los mozos requiebra cuando otro galán se interesa por ella y le canta una copla [2].
Los bailaores se suceden unos a otros, turnándose ellos y ellas en el reducido recinto. Un mozo que estaba reñido con su novia saca a bailar a otra, mientras aquella se ríe escuchando los requiebros de otro galán… Y en el embrollo cruzado de amores y desamores la guitarra actúa de comodín mientras los demás llevan el compás con las palmas y se canta la letra de un fandango que, casi dos siglos después, mantiene actualidad [3].
Desde un rincón, dos muchachas “más encendidas que una amapola de haber bailado”, se dicen una a la otra:
-. Mira, Jetruis, ¿has visto aqué que está allí enfrente cómo me mira? Me parece que esta tarde he sacado yo novio.
-. Y yo –contesta la otra-. Mira aqué, que no me quita ojo, y que toa la tarde ha estao precurando sacarme a bailá, y bailá conmigo. Y tiene su ceñío de séa. Pué que sea rico y tenga campo suyo. ¡Qué buena ha estao esta tarde la fiesta!
La noche va llegando y parte de la reunión tiene que irse: muchas jóvenes están sirviendo y es hora de marcharse a casa de sus amos.
La escena que describe este reportaje describe que el fandango está ya apuntado a seguir los caminos del flamenco.
En una visita de la emperatriz de Francia, la granadina Eugenia de Montijo, acompañada de las duquesas de Alba y Medinaceli, se presentó de súbito en el puerto de San Sebastián y no hubo ninguna autoridad civil para recibirla. Mas cuando la población conoció su llegada, se tiraron al aire las campanas [4].
[Por la relevancia del personaje, y porque aparecerá en alguna otra ocasión en esta crónica sobre el devenir histórico del fandango, no me resisto a transcribir aquí la opinión que sobre Eugenia de Montijo dejó escrita el novelista Juan Valera en 1847, cuando la joven tenía 21 años [5]: “Es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, chilla, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y corte y tan poco corta de genio y tan mandoncita, tan aficionada a los ejercicios gimnásticos y al incienso de los caballeros buenos mozos y, finalmente, tan adorablemente mal educada, que casi-casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y sobre todo riquísima”. Su futuro esposo sería el emperador Napoleón III de Francia, y ella, gran aficionada a nuestro folclore, favorecería la presencia de nuestros flamencos en el país galo].
En 1850 se orquestó una campaña entre varios periódicos de la capital para que se suprimiera el baile nacional del Teatro Español, en Madrid. La cosa no prosperó. La España fue uno de los diarios que se opuso. Si alguna danza creemos digna de conservarse… [6].
Es conocido que parte de los escritores franceses que visitaban España traían una idea preconcebida sobre nuestras costumbres y comportamientos habituales, muy especialmemte de los andaluces. Los tópicos de los bandoleros asaltantes de caminos, las mujeres con la faca en la liga, los “toreadores” y el cante jondo en la tumba de la madre muerta eran tan falsas como insistentemente encontradas en la literatura de viajes de aquellos ilustrados. Lo cual producía, las más de las veces, amargo divertimento. ¿Cómo no reírse al leer en algún periódico parisino que “en nuestras elegantes soirées se baile siempre el fandango por señoras y caballeros que se llaman parejas y parejos?” La prensa francesa nos tenía acostumbrados a tales deformaciones. Pero este estado de cosas necesitaba también una reflexión interna, porque desde dentro de nuestro país se ofrecía materia abundante para esos humillantes comentarios. Con ser muy negativas las deformaciones de los escritores extranjeros, pero aún peor era que se les dieran motivos para escribirlo [8].
Tal estado de opinión en Francia suscitó algunas cartas cargadas de ironía desde España, como la del Diario de Palma al director de un periódico parisino. “Aquí, señor director… [9].
(Continuará)
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