Una deuda con la vida

Vida y muerte de un jardín de papel | Crítica

El último libro de Menchu Gutiérrez rinde homenaje a la madre fallecida por medio de un hermoso monólogo que discurre en torno a los jardines, las flores y los ciclos de la naturaleza

Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957).
Menchu Gutiérrez (Madrid, 1957).

La ficha

Vida y muerte de un jardín de papel. Menchu Gutiérrez. Siruela. Madrid, 2025. 332 páginas. 21,95 euros

Dos libros que comenzaron en paralelo confluyen en un tercero, no exactamente la suma de ambos sino otro diferente y por ellos inspirado que los contiene y supera, al fundir con rara naturalidad temas tan distintos como el jardín y la madre o la muerte de la madre. La última entrega de Menchu Gutiérrez nace, por usar su propia imagen, de las ruinas de un empeño que quedó interrumpido por el fallecimiento de la dedicataria y se reconvirtió en conmovedora elegía sin dejar de lado la materia original, mimbres con la que la autora, también presente en el recuento, traza un personal itinerario a la vez que cumple “una deuda con la vida”. El duelo es entonces el asunto de fondo, pero la originalísima forma de abordarlo elude en buena medida la evocación directa. Vida y muerte de un jardín de papel se presenta como una meditación apenas narrativa que como en otras ocasiones oscila entre los terrenos de la poesía y el ensayo, buscando en el humus del arte y la literatura, en los recuerdos o en las percepciones del entorno inmediato –en los detalles mínimos, aparentemente insignificantes– la revelación de lo inefable.

Un jarrón con rosas es un jardín y también lo es el lienzo o el poema o el espejo que lo refleja

El recorrido comienza con una mención al jardín en miniatura, descrito en sus Seis estampas de una vida flotante, que Shen Fou y su mujer construyeron sobre un plato de cerámica, mimado por sus artífices hasta que se rompió en el curso de una riña de gatos. Todo empieza y acaba, pero de los quebrados restos pueden renacer los brotes en un proceso incesante, asociado a la “infinita cadena de las metamorfosis”. Enfrentada a una ausencia dolorosa, literalmente impensable, la narradora engarza pasajes que hablan de rosas, claveles, peonías, lotos, jazmines, girasoles, lirios o crisantemos, en principio destinados a “alguien que no se ha ido, pero ya no está” y dichos finalmente, en forma de monólogo, desde la habitación de un vacío que no puede llenarse. Hay jardines, parques, “fragmentos de naturaleza hechizada”, herbarios o cementerios. Hay barcazas como jardines flotantes, coronas de flores o de piedras preciosas, tomadas de un jardín subterráneo, guirnaldas que reciben a los visitantes o despiden a los muertos, suelos alfombrados que remedan praderas. Un jarrón con rosas es un jardín y también lo es el lienzo o el poema o el espejo que lo refleja, tanto más evocador si lo hace en la recreación figurada.

El relato tiene una extraña cualidad orgánica, como de libro haciéndose ante nuestros ojos

El “jardín de papel” refiere al papel pintado del cuarto de la infancia o a las cajas de cartón donde la niña recortaba parterres, senderos y estanques, pero también a los libros que tratan de plantas y al propio texto que leemos, en lo que tiene de viaje cultural donde se convoca a predecesores y maestros, escritores o artistas, a través de citas o menciones a obras o episodios ampliados e incorporados al propio discurso, lejos del culturalismo decorativo. Los símbolos, interiorizados, son “otra clase de flor que hubiera brotado en un lugar y un tiempo remotos”. Aunque las viejas fotos parecen muertas una vez digitalizadas, permanecen en parte las presencias queridas. El libro es un huerto hecho de palabras y “sobre todo es el espacio en que tu madre aparece”, cuando cuida del jardín o pone flores en los jarrones o corta los tallos con las tijeras de ikebana. “Desde su muerte siempre es ayer, todo es ayer”, pero al hoy vuelven las escenas de un pasado que no pasa –tampoco lo hace la “eterna guerra”, en sucesivos escenarios– a través de los “intrincados laberintos de la memoria”: la antigua casa demolida, los viejos olores, el tiempo en que la escritora quiso ser pintora. Con sus delicadas notas de discreta autobiografía, el relato de Menchu Gutiérrez tiene una extraña cualidad orgánica, como de libro haciéndose ante nuestros ojos, al tiempo que lo leemos. Vivo como lo están los seres frente a las cosas. O como lo están, para quienes quedamos en deuda, las personas idas cuando no se han marchado del todo.

Lirismo esencial

La escritura de Menchu Gutiérrez surge de una mirada peculiar, introspectiva y a la vez volcada al exterior, que se expresa en un lenguaje de belleza e intensidad desusadas. Los paisajes, los jardines, las flores, todo lo que tiene que ver con el esplendor de la naturaleza puede inspirar una literatura correcta pero estereotipada o convencionalmente pulida, pero esta prosa densa, libre, asociativa, acogida a un lirismo esencial, dista mucho de lo que llamamos juegos florales. Dividido en capítulos breves, el soliloquio de la autora no sigue una progresión lineal y en él pesan tanto las palabras como los silencios, hermanados en una voluntad de contención que rehúye las expansiones sentimentales. Tanto la primera como la segunda persona –en un momento dado habla de un libro que podría titularse El tú como seudónimo del yo– remiten a la misma voz. Familiar para sus lectores, el procedimiento de las variaciones en torno a un motivo asediado desde múltiples perspectivas tiene aquí un componente especialmente emotivo. Más allá de su calidad formal, de su alto poder de sugerencia y de su rica imaginería, los libros de Menchu Gutiérrez resultan del doble ejercicio de la observación y la memoria y usan de un tono lúcido y sereno, en todo opuesto a la superficialidad y la urgencia de nuestro tiempo acelerado.

stats