Esto es lo que hay
Libros | James Salter
James Salter refleja su lucidez en 'La última noche'

Ficha técnica
La última noche
James Salter.
Ediciones Salamandra. Colección Narrativa.
Barcelona, 2016.
160 páginas.
15,00 euros.
Hace unos meses aparecía un pequeño ensayo compuesto por tres conferencias dictadas en la Universidad de Virginia por un James Salter de ochenta y nueve años, unos meses antes de su muerte. Lo leí, era lo primero que leía de este escritor norteamericano al que solo conocía, y de manera borrosa, de nombre. Me gustó, nada especialmente nuevo –es difícil la novedad en estos temas–, aunque no deja de tener consideraciones realmente sugerentes: “Los libros señalan un período o un lugar, y poco a poco se convierten en ese lugar y ese momento” o “Todo lo que no está escrito desaparece”. Pero, sobre todo, me sirvió para despertar el gusanillo por su obra de ficción. Supe entonces que su producción era corta, siete títulos, y que la considerada su mejor novela era la última, cosa francamente rara. La leí, Todo lo que hay, aparecida treinta años después de su anterior novela. Es la historia de un editor neoyorquino en los lustros posteriores a la Segunda Guerra Mundial y del puñado de seres que lo rodean, unos seres “solo vagamente conscientes de otras vidas que no fuesen las suyas”. Deslumbrante en la fuerza de su estilo conciso y eficaz, en la brillantez y agudeza de la inteligente voz narradora que, como un dios más bien cruel, termina por no dejar títere con cabeza.
Acabo de terminar de leer La última noche, una colección de relatos cuya primera edición es de 2005 y la octava en castellano de 2016. La componen diez cuentos y el de cierre es el que da título al conjunto.
A pesar de ser el mundo en el que se mueven sus personajes tan lejano al nuestro, cierta clase media alta americana, más o menos hecha a sí misma, más o menos triunfadora, más o menos culta, más o menos feliz y más o menos infeliz, el mundo, supongo, del propio escritor, nos instalamos en él con toda comodidad, es tan sucinto lo que cuenta, tan esencial, están sus personajes tan despojados que los temas se convierten naturalmente en universales a fuerza de resultarnos locales, las historias pueden ser las de nuestros vecinos, o las propias nuestras.
Se podría decir que son todas en cierta manera historias de amor, que, en todas sus modalidades posibles, es el amor, parece decirnos Salter, el motor que mueve el mundo, pero que ese motor está lleno de disfunciones, de fullerías, que es eterno mientras no se desajusten las piezas, hecho que fatalmente todos sabemos que tiene que ocurrir, que el desgaste de las piezas es inevitable; por eso, cuando ocurre, no hay que llevarse las manos a la cabeza, el fracaso estaba dentro de lo previsible, o más, era lo previsible; así, contesta un marido a su mujer que acaba de descubrir que la engaña: “No seas melodramática, por favor, ese no es nuestro estilo”.

Muy en la línea del “realismo sucio”, nada se sale de lo aparentemente ordinario, aunque no lo sea, incluso lo más estridente termina por ser doblegado por el lenguaje de lo cotidiano, por la mirada fría del que cuenta, una mirada caprichosa que termina por imponerse al lector y que juega con la elipsis hasta un punto a veces abusivo que en alguno de los cuentos llega a provocar cierta incredulidad, una quiebra importante de la verosimilitud.
La soledad recorre el libro, el desamparo, entre dinero, poder, sexo y alcohol. Sin estridencia alguna, incluso con elegancia, se acepta la adversidad. Seres atropellados por un vacío que no es más que es el de los tiempos y contra el que parece que nada puede hacerse, casi como en la tragedia griega, alguien fuerte y ciego mueve con crueldad los hilos de la vida. Amargura amable, digerible.
Esto es lo que hay, parece decirnos Salter, lo demás no deja de ser engañoso o, lo que es peor, autoengaño, aunque qué haríamos sin él; la felicidad radica, en todo y en el amor más claramente, en nuestra capacidad de autoengaño. Unos cuentos tristes... y lúcidos.
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