La imaginación libre
Hombres que dicen Aleluya | Crítica
El nuevo libro de poemas de Braulio Ortiz Poole recurre a la imaginería de la danza para expresar, en una conmovedora sucesión de monólogos dramáticos, su honda convicción humanista

La ficha
Hombres que dicen Aleluya. Braulio Ortiz Poole. Maclein y Parker. Sevilla. 96 páginas. 13,50 euros
Quizá como reacción al individualismo desaforado, los analistas detectan una cierta nostalgia de la idea de comunidad que si a veces pide la vuelta a los valores tradicionales, otras nace de una mirada abarcadora que los adapta a una sociedad muy distinta –más plural, heterogénea y libre– de la que conocieron nuestros padres o abuelos. El reconocimiento, la aceptación, la compañía que sana y reconforta, pueden venir no del grupo compacto e indiferenciado, sino de la suma de personas que con sus particulares rarezas y anomalías, con sus heridas y sus miedos, encuentran en la celebración de esa diversidad un espacio compartido y una suerte de refugio. La poesía de Braulio Ortiz Poole ha mostrado desde sus inicios una especial cercanía hacia los marginados, los excluidos, los que se saben distintos y buscan en sus pares un modo de reafirmar las identidades que no se adecuan a la moral sancionada en los cánones. En su nuevo libro, Hombres que dicen Aleluya, publicado como el anterior por Maclein y Parker, el poeta vincula esta hermandad, que en realidad nos comprende a todos, a un espectáculo como la danza en el que se produciría esa milagrosa comunión que permite a artistas y espectadores situarse en un plano superior y más puro, el de la fantasía, una fantasía no independiente de la vida sino felizmente apegada a ella.
El poeta bebe del sustrato pagano –hedónico, liberador– y se encomienda a la redención del arte
Si la voz que había protagonizado los primeros libros de Ortiz Poole se abría en Gente que busca su bandera a otras voces –de hombres y mujeres reales– en las que el autor proyectaba su propia disidencia, en Hombres que dicen Aleluya adopta una forma también coral que linda con la dramaturgia, de modo que los personajes ahora imaginarios –los bailarines Gennaro, Mateo y Théo o el espectador Enrique, encarnación de “nosotros, el público”– se presentan como actores de una función en verso. Son monólogos dramáticos que funcionan como poemas autónomos –con frases reiteradas a modo de ritornelos– y en los que se reconocen el sello y la dicción del poeta, pues la originalísima estructura del libro es sólo un eficaz recurso que acota y a la vez amplifica la expresión de júbilo anunciada en el título. El componente litúrgico de la danza –“un ritual de cueva e intemperie / que habla de lo que somos”– ha sido bien explicado por los antropólogos, pero el poeta no olvida su carácter también festivo, de celebración que sigue remitiendo a su remoto origen sagrado. “Yo sólo creería en un dios que supiera bailar”, dice Nietzsche en un famoso pasaje del Zaratustra. En el mundo de la oscuridad, sin embargo, pervive el recelo hacia la desinhibición y el placer –“sólo bailan los locos y los pervertidos”– que procura el movimiento de los cuerpos. También como en su libro anterior, donde los condenados eran mártires, Ortiz Poole juega con la inversión del lenguaje religioso, por ejemplo cuando habla de ofrendas, salmos o “dioses de antes de Instagram”, para defender otra forma de espiritualidad que bebe del sustrato pagano –hedónico, liberador– y se encomienda a la redención del arte.
“A mí me gustaría en la actualidad llegar a bailar de una manera irracional, es decir, al revés o, lo que es lo mismo, dejando libre la imaginación sin el control de la inteligencia…”, leemos en la cita final de Vicente Escudero, el gran bailarín y teórico de la vanguardia. Por su sentido y posición en el libro, son palabras que pueden entenderse como declaración de intenciones y como definición de la poética que lo atraviesa, llena de imágenes audaces. Los estragos de la edad y su huella en los miembros fatigados, la “memoria de los muertos”, la cálida evocación de la infancia, la doliente conciencia de la singularidad o la resistencia frente a los inquisidores que persiguen la manifestación de la alegría, son algunos de los temas abordados. Si no nos ciegan los prejuicios, podemos encontrar el oro en el cauce del río del que habla la hermosísima serie dedicada a “una madre que baila”. Un aura de intemporalidad –“somos de todos los siglos y todos los paisajes”– impregna este libro espectáculo que extrae de las vivencias particulares una honda convicción de validez universal: “no hay nada más bello, / que la palabra hermano”.
Acciones de gracias
En el poema pórtico del libro, titulado Comienzo, recitado por una “voz en off” que habla en nombre de siete bailarines inmóviles, antes de la función, estos aparecen como emisarios de un claro mensaje que “no necesita traducción” y se resume en un solo vocablo: “Esta palabra es Gracias, / o tal vez Aleluya. / Un salmo que decimos / al borde de la noche”. El ya largo camino que ha conducido al poeta desde la impugnación airada a la gratitud –“Acción de gracias” era el significativo título de las añoradas columnas de Ortiz Poole en estos mismos diarios, donde su personalísima manera de acercarse a la actualidad aportaba una nota distinta y necesaria– adquiere en sus dos últimos libros una dimensión moral que más allá del ámbito de la poesía puede interpretarse en términos de filosofía de vida. Algunas de las voces disidentes con las que se podría emparentar su obra se enmarcan en una tradición que hizo de la heterodoxia profesión de malditismo, pero la simpatía por los rebeldes convive en su discurso con una reivindicación del bien y de la belleza que por momentos adquiere tonos evangélicos. Frente a la intolerancia y el cinismo, la buena nueva que nos traen sus versos habla de una feliz pertenencia al “linaje de los ilusos” entre los que el poeta, conmovido, entona con devoción sus acciones de gracias.
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