De libros

El aprendizaje de la decepción

  • En la segunda entrega de su peculiar "autobiografía", Félix de Azúa recorre toda su trayectoria literaria a partir de los géneros que ha cultivado, atendiendo menos a las obras que al contexto

Incluso apreciando el género o géneros que los estudiosos han dado en llamar, no sin cierta ampulosa vaguedad, literatura del yo, no es infrecuente que los lectores de memorias, autobiografías o diarios deban espigar entre un sinfín de menudencias -banales, impertinentes o interesadas- para encontrar los pasajes que justifican, cuando los hay, el recuento de lo vivido. A menudo es la propia escritura, por encima de lo narrado, lo que interesa. Otras veces es la excepcionalidad de la vivencia o su carácter paradigmático. Pero casi siempre, si nos referimos a los lectores menos curiosos de las vidas ajenas, lo que más seduce es la mirada, tanto más sugestiva cuanto mayor sea la distancia que tome de su objeto. En su peculiar balance del camino recorrido, Félix de Azúa ha llegado al extremo de prescindir casi completamente de las alusiones a su "vida biológica y social" para centrarse en el contexto cultural en el que se ha desenvuelto. Él mismo califica el empeño de "falsa autobiografía", acogiéndose al modelo de La forja de un plumífero de Rafael Sánchez Ferlosio, donde el maestro, señala Azúa, "consigue dar una lección de literatura autoirónica (self-deprecating) mientras cuenta la historia de su propio proceso literario". Lo que importa, decíamos, es la mirada, pero también el tono -ajeno a la solemnidad, la grandilocuencia o la vanagloria- y la capacidad de análisis, capaz de trascender o de pasar por alto los datos particulares para extraer conclusiones generales. No cabe mayor ni más elocuente reserva.

Segunda entrega de una serie que empezó con Autobiografía sin vida (2010) -donde Azúa abordaba el territorio del arte- y anuncia una tercera dedicada a explicar su "génesis" particular, esta Autobiografía de papel propone un recorrido por la trayectoria del autor a partir de su dedicación a la escritura, que por orden de aparición ha ido sumando incursiones en la poesía, la novela, el ensayo y el periodismo literario. Reitera Azúa que su intención no es tanto explicar el hombre, la conformación de su yo personal, como el "caso", en la medida en que su propio rumbo puede ejemplificar el de sus compañeros de generación -"los jóvenes que comenzaron a escribir con intenciones artísticas entre 1960 y 1980"- o mejor dicho el ambiente intelectual y literario en el que desarrollaron su obra. Para los contemporáneos de Azúa, no todos, sino aquellos que como él mismo marcaron distancias con la literatura "castiza", no hubo más alto referente que Juan Benet, menos por el influjo directo de su intrincada propuesta narrativa que por su manera refinada e inquisitiva de juzgar la tradición literaria y la vasta amplitud de sus horizontes. Benet, como Ferlosio, son debidamente homenajeados, pero no de ese modo artero que busca el autoelogio por vía indirecta, pues de hecho Azúa, al contrario que los adictos al autobombo, no pierde ocasión para minusvalorar su papel en la aventura novísima -"una tempestad en un vaso de agua"-, dejar constancia de sus "fracasos" como poeta y novelista o celebrar que las disparatadas teorías políticas -burdas, fraudulentas, sectarias- que defendió en su juventud jamás fueran llevadas a la práctica.

Para Azúa, el marco histórico del último medio siglo está condicionado por el paso de una cultura basada en las elites a otra propia de la "democracia total", en la que aquella se ha transformado en mercancía. El relativismo estético no impide la aparición de obras estimables, pero somete a los creadores, incluso a los más valiosos, a las exigencias y distorsiones del mercado, que por lo demás no tienen por qué afectar a la calidad del "producto". La cultura de masas no precisa de artistas visionarios ni de comisarios políticos ni de altos mediadores que sancionen lo que debe o no leerse. Ahora bien, esta constatación no se traduce -y el lector lo agradece- en un discurso melancólico ni menos aún apocalíptico, dado que Azúa, lejos de la lamentación autocomplaciente, se siente cómodo en el terreno de la ironía. Como en el sonoro título de su ensayo, ha experimentado el "aprendizaje de la decepción" -palabra que prefiere a desencanto-, pero su discurso lúcido, bienhumorado e incluso risueño se muestra poco o nada inclinado a la nostalgia o la queja, a las ensoñaciones crepusculares o los golpes en el pecho. Pasado el tiempo de las utopías y los "grandes relatos burgueses", que deberían ceder el paso a una "pedagogía de la modestia", a su generación le ha tocado ejercer de "bisagra" entre el mundo de ayer y el venidero, que está todavía naciendo, y el ensayista lo explica -como ya hizo en su tesis doctoral, dedicada a Diderot- echando mano de la "paradoja del primitivo", que anuncia lo que no verá (ni comprende del todo) y de hecho le sobrepasa. La edad presente es lo que ha quedado tras la abolición de todas las mayúsculas.

Aunque cita y comenta brevemente la mayoría de sus trabajos publicados, Azúa prefiere extenderse en consideraciones sobre los modernos orígenes de los géneros respectivos -con el periodismo, ahora también en el aire, como fin de trayecto- o los rasgos generacionales compartidos, de modo que su contribución queda perfectamente enmarcada sin perder por ello singularidad. En el último capítulo, a modo de colofón, entona un elegante Adieu al viejo orden resguardado en el que todos usaban sombrero, frente a la era actual de las "cabezas desprotegidas". Es esa mezcla de profundidad y ligereza lo que confiere a la prosa ensayística de Azúa un encanto especial, como de conversación amigable en la que el autor se muestra escéptico, ingenioso y brillante a la manera de los philosophes, encadenando digresiones y juicios con los que no necesitamos estar siempre de acuerdo, para apreciar lo que contienen de incitación saludable. No en vano pertenece el autor a esa benemérita categoría, la única verdaderamente estimulante, de los seductores que saben reírse de sí mismos.

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