"Lorca no podía ver a Miguel Hernández, quien lo asumió con dolor y sin rencor"
José Luis Ferris presenta esta tarde, en diálogo con Juan Cobos Wilkins, una edición ampliada de la biografía del poeta oriolano publicada en 2002
Huelva/Ni fue un hombre católico engañado por el movimiento comunista que luego se arrepintió y volvió al catolicismo, ni su valor como poeta se limita al modo en que murió, represaliado en la cárcel. La figura de Miguel Hernández, a juicio de José Luis Ferris, ha sido usada por unos y otros en beneficio personal, sin pensar en el gran poeta que estaba detrás de mitos y leyendas o reparar en que era él quien verdaderamente salía perdiendo.
El investigador, profesor universitario y escritor presenta hoy -en diálogo con el escritor Juan Cobos Wilkins- la biografía Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, a las 19:30 en la Biblioteca Provincial. El libro, publicado por la Fundación José Manuel Lara, es una edición conmemorativa del 75 aniversario de la muerte del poeta, en la que el autor amplía y completa en 150 páginas la biografía de Hernández que ya publicó en 2002. Además, Ferris acudirá mañana al Club de Lectura que Cobos Wilkins dirige en la prisión provincial, cuya biblioteca lleva el nombre de poeta oriolano.
A partir del 73, cuando Serrat recuperó su figura para la cultura española (entonces las izquierdas salían a la calle y se legalizó el PC), Hernández fue un símbolo de la izquierda no por su obra poética, sino por el modo en que murió, sostiene Ferris. Así, la gente que le leyó en los 70 solo conoció sus versos de valor político, cuando desde Perito en lunas a Cancionero y romancero de ausencias, hay un poeta inmenso y extenso.
Ferris ya levantó alfombras en 2002, cuando puso al día todos los estudios que salieron sobre Hernández. Gracias a su labor, el lector se enfrentó a una novedosa visión del escritor. Cayeron los mitos del poeta cabrero, "porque no era tan pastor de cabras como se cuenta", o la historia del escritor autodidacta, puesto que "estuvo diez años escolarizado y eso en la época era mucho". Tampoco era tan pobre, porque "su padre era el patriarca de los ganaderos de la comarca y en su casa nunca faltó nada, si bien su vida era austera".
Desde entonces, según explica, en estos últimos quince años se han leído tesis doctorales, se han celebrado dos congresos internacionales, han aparecido cartas inéditas de Vicente Aleixandre o del italiano Darío Puccini, así como los diarios de Carlos Morla Lynch, "el diplomático chileno en cuya casa, en los años 30, se reunía la generación del 27".
Esos diarios certifican, en palabras de Ferris, lo que en 2002 eran hipótesis: "A Miguel Hernández lo dejaron tirado al acabar la guerra, después de haber sido un símbolo de la lucha. Nadie se ocupó de él, ni siquiera la cúpula del gobierno de la República o los comunistas del bando en que luchó". Solo protegieron, según argumenta, a los grandes símbolos del comunismo, como Alberti. Todo ese material aparecido en los últimos años nutre ahora y confirma el retrato que publica Ferris del autor de El rayo que no cesa.
En cuanto a su relación con los artistas del 27, esa "generación de escritores burgueses, de hijos de papá que iban a Madrid a vivir la vida", Ferris deja claro que Miguel Hernández no pertenecía al círculo. Eso causó "una enorme ternura en autores como Neruda o Aleixandre, que le acogieron como un hermano", al tiempo que generó "ciertas alergias". Quien más alergia le tuvo a Miguel Hernández fue, según afirma, Federico García Lorca. "Lorca no podía ver a Miguel" y la presencia de ambos en un mismo círculo era incompatible. "Miguel lo sabía y lo asumió con mucho dolor pero jamás con rencor, porque cuando murió Lorca uno de los poemas más impresionantes escritos a su muerte es la Elegía primera (a Federico García Lorca), un poema estremecedor", indica.
"Todo se debió a una cuestión de rivalidades que se creó el propio Lorca, al que no le caía bien Hernández porque no le gustaba su aspecto físico. Lorca era un señor que siempre defendía a los marginados -desde los negros a los gitanos- en su obra literaria y sin embargo a la hora de la verdad, era clasista. Dicho por Buñuel, a quien no le dejaba acompañarle a determinados lugares si no llevaba corbata", aduce.
Pero también había otro tipo de alergias. Las de tipo ideológico o "de forma de entender una misma postura", el comunismo. Porque Alberti y Hernández lucharon de forma distinta en la guerra. Uno, desde una situación de "retaguardia en el Palacio de los Marqueses de Heredia Spínola en Madrid, donde la intelectualidad pasó la guerra civil y donde recibían a los mandatarios extranjeros". Y otros, "en el frente y con el pueblo jugándose la vida en primera línea". Entre estos últimos estuvo, a juicio de Ferris, Miguel Hernández.
"Esas dos actitudes al final tuvieron que enfrentarse y hubo alguna escena nada agradable. Eso puede que tuviera que ver, hasta cierto punto, con que al acabar la guerra le pusieran un coche oficial a Alberti para salir de Madrid y, sin embargo, a Miguel Hernández no le advirtieran de nada, le dejaran solo y tuviera que salir andando y mal, en unas circunstancias miserables", señala. Sin embargo, Miguel Hernández consiguió durante la guerra, con su poesía, alcanzar la categoría de poeta del pueblo, porque "sin bajar un peldaño de calidad literaria, supo llegar al pueblo". Otros escritores intentaron llegar al pueblo y "no supieron hacerlo".
Devoción por Juan Ramón Jiménez y admiración mutua
Si todos los poetas admiraban a Juan Ramón Jiménez desde la distancia -porque "era el dios de la poesía, lo era todo"- Miguel Hernández no fue menos. Cuando era muy joven, envió una carta al maestro sin obtener respuesta. Pero cuando en enero de 1936 publicó El rayo que no cesa, el moguereño "escribió maravillas de aquel muchacho que acababa de deslumbrarlo". Miguel sentía "devoción" por él.
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