Elogio de la sombra

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Casi tres décadas después del asalto al Congreso de los Diputados, Javier Cercas realiza una minuciosa indagación que acaba por perfilar un fresco de la Transición

El escritor, durante una visita a Córdoba realizada el pasado año.
Manuel Gregorio González

30 de junio 2009 - 05:00

Transcurridos 28 años, se ha escrito mucho sobre el asalto al Congreso y sus posibles inductores. Ahí están las tempranas obras de Pilar Urbano y Martín Prieto; ahí están las investigaciones de Miguel Ángel Aguilar, Jesús Palacios, Pilar Cernuda, Fernando Jáuregui, Diego Carcedo, o el testimonio del oficial golpista Pardo Zancada. Ahí queda también la sugerencia del coronel Amadeo Martínez Inglés, 23-F, el golpe que nunca existió, que incluye entrevistas inéditas con Milans del Bosch y el general Armada. Todos ellos son relatos (alguno trepidante, hipnótico, como el Con la venia... yo indagué el 23-F de la Urbano), en los que se trata de poner en pie el atropellado punch, aquel enigma tentacular y cruento, cuya inesperada consecuencia fue la normalización de un país que se acercaba, en perfecto desorden, hacia el abismo. No es ésta, sin embargo, la intención que dirige a Javier Cercas. O no sólo. En Anatomía de un instante, lo que se propone, lo que se elucida, lo que viene a clarificarse de modo brillante y conmovedor, es el vasto entramado de fuerzas opuestas que se anudan en la Transición y se revelan, en toda su magnitud agónica, aquella lejana tarde -daban las 6 y 23 en los relojes- de una España inverniza, de una hora crucial de España.

Si hemos de ser sinceros, Anatomía de un instante es un libro extraordinario, no tanto por la minuciosa indagación de aquel suceso, en la que se consideran todas las posibilidades (y hablar de posibilidades en el 23-F incluye las más descabelladas e inconsecuentes), sino por el espíritu que mueve dicha investigación, que a fuerza de recordar lo obvio resulta demoledora y abrasiva. La Transición, nos recuerda Cercas, la hizo quien podía hacerla; y esto significa que fueron hombres de vieja o nueva lealtad franquista quienes ejecutan el derribo del Régimen acaudillado por Francisco Franco. Gentes como Adolfo Suárez, Secretario General del Movimiento; como Manuel Gutiérrez Mellado, otrora joven oficial golpista en el 36; como Torcuato Fernández Miranda, Presidente de las Cortes y miembro del Consejo del Reino; gentes como Juan Carlos de Borbón y Borbón, Príncipe de España, designado heredero por el anterior Jefe del Estado. A los cuales se añade el Papa rojo, Santiago Carrillo, cuya decisiva colaboración con Suárez en los primeros años de la democracia (renunciando al leninismo, aceptando la bandera rojigualda) sumió al PCE en una profunda crisis, quizá irreversible, de la que aún hoy no se ha repuesto. Todos ellos, en cierto modo, fueron traidores a su origen, y así se les llamó de forma continuada durante aquellos años. Todos ellos abandonaron la solidez espectral de sus dominios para cimentar un proyecto tan frágil como inesperado: la monarquía parlamentaria. Y ello se debió, como nos recuerda Cercas, a la ominosa cercanía de la Guerra Civil, a su perdurable recuerdo en varias generaciones de españoles. Pero entre exigir responsabilidades a los vencedores (cosa imposible), o dar voz y voto a los vencidos; entre ruptura y pacto, los hombres de la Transición escogieron ese mecano híbrido por el cual, desde las leyes del franquismo, se llegó a este régimen de libertades de tan frágil memoria. Si entonces se dejó "que los muertos entierren a los muertos" (Marx), no fue por deslealtad u olvido de nadie, sino para que el proceso iniciado en el 31, o sea la democracia, tuviera, no sólo un colofón inesperado en la Constitución del 78, sino un futuro más ancho que el abrupto ensayo de la II República. La Transición, de este modo, fue fruto del vivísimo recuerdo del 36, de su espantosa herencia; nunca de un desfallecimiento de la memoria histórica.

Azaña, en su memorable discurso de Valencia, dio expresión valedera a esta rara concordia: "Paz, piedad y perdón". Para ello hacia falta la conversión del enemigo en vecino, y la traslación de la contienda armada a la inocua brega política. Aquélla grandeza, concluye Cercas, quizá sea la que nos falte hoy: la ambigua, la solitaria grandeza del traidor. El prestigio equívoco y sombrío del posibilista frente al maximalismo airado de los puros. La grandeza declinante de tres hombres, Adolfo Suárez, Manuel Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo, que un lunes 23 de febrero -daban las 6 y 23 en los relojes- quisieron permanecer en sus escaños, con heroísmo tan pudoroso como inútil, mientras el resto se tiraba al suelo.

Javier Cercas. Cercas. Mondadori, Barcelona, 2009. 463 páginas. 21 euros.

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