Las cartas de Zelenski
Para el autor, lo que hoy pretende Putin se conocía en la Segunda Guerra Mundial con otro nombre: rendición incondicional

LAS negociaciones de Estambul entre Rusia y Ucrania llegaron y se fueron sin que nada haya cambiado. Sólo llegaron al acuerdo de reunirse otra vez, lo que no es necesariamente una buena señal. ¿Quién no lo haría bajo las presiones de Donald Trump?
Hace bien el presidente norteamericano en esforzarse para lograr la paz, pero no en mentir a sus votantes. Si hubiera que creerle, la guerra de Ucrania terminaría en las próximas dos semanas. Por desgracia, el desorientado magnate ha anunciado la llegada inminente de la paz tantas veces que ya nadie le presta atención. Menos que nadie los propios rusos. El enviado de Vladimir Putin a las conversaciones de Estambul ya puso las cosas en su sitio cuando aseguró que Rusia está dispuesta a luchar eternamente para conseguir una victoria definitiva que, para dejar un pequeño margen de maniobra a los defensores del Kremlin en el extranjero –alguno hay infiltrado en la Administración norteamericana– ahora lleva la etiqueta de “solución de las causas profundas de la guerra”.
En la Segunda Guerra Mundial –antes de que se inventara la posverdad–, lo que hoy pretende Putin se conocía por otro nombre que ya hemos comentado en alguna ocasión: rendición incondicional. Las exigencias que, si se cumplen las previsiones, el Kremlin presentará por escrito dentro de unos pocos días no serán muy distintas de las que se impusieron a Alemania y Japón después de su derrota. Hay, sin embargo, dos importantes diferencias. La primera es militar: Ucrania no ha sido derrotada. Le segunda es política: las potencias del Eje recibieron un duro castigo por lanzarse a una guerra de conquista mientras que Ucrania –a pesar de las mentiras de Putin y los despistes de Trump– es la víctima de la agresión. Hasta la posverdad tiene un límite y no hace tanto tiempo que vimos la invasión en directo en nuestra televisión.
Vladimir Putin no va a dar un paso atrás porque le va la vida en ello. Pero pongámonos en la piel de los ciudadanos de Ucrania. ¿Por qué no plegarse a la ambición del dictador? ¿Qué podría ser peor que continuar la guerra? ¿Qué hay más importante que la vuelta a casa de sus tropas o el final de los bombardeos sobre sus ciudades?
Para empezar, la paz que ofrece el antiguo espía obligaría a Kiev a entregar sin lucha grandes extensiones de territorio y populosas ciudades que, para más inri, Rusia ha sido incapaz de conquistar. El Ejército ucraniano tendría que desarmarse y aceptar que tanto sus jefes como los líderes políticos que no puedan o quieran exiliarse –todos saben, además, que son largos los brazos de Moscú– sean juzgados y, con certeza absoluta porque Putin ya los ha sentenciado, condenados por terrorismo. El pueblo vencido se vería forzado a aceptar un Gobierno prorruso que, en lugar de velar por sus libertades, cedería al Kremlin la poca soberanía que el dictador estuviera dispuesto a consentir a su nueva colonia.
¿Y ya está? Pues no. Por si todo lo anterior no fuera suficiente, Zelenski tendría que avenirse a otorgar al Kremlin concesiones que ni siquiera están en su mano, como es el fin de las sanciones occidentales o el repliegue del paraguas de seguridad que la Alianza Atlántica ha ofrecido a algunos de sus vecinos. Todo ello a cambio de… nada. El dictador ruso ni siquiera está dispuesto a conceder a Ucrania garantías creíbles de seguridad, aunque sólo fuera para aparentar buena fe en las negociaciones.
Vladimir Putin no va a dar un paso atrás porque le va la vidaen ello"
¿Qué podría faltar para humillar a los vencidos? No están los tiempos para exigir el tributo de las cien doncellas pero, a falta de pan, buenas son tortas: Putin seguirá arrogándose el derecho de llevarse a los niños ucranianos a Rusia para su reeducación.
No es fácil conseguir que un pueblo se rinda bajo estas condiciones. Y mucho menos cuando la derrota no parece segura ni, mucho menos, inminente. No es lo mismo ver a los Ejércitos aliados entrando en Berlín –o, en el caso de Japón, horrorizarse ante la destrucción de las ciudades de Hiroshima y Nagasaki– que capitular bajo una amenaza, la de la guerra eterna, que sugiere impotencia más que determinación. ¿Cuántas veces hemos oído esa promesa de labios de quienes no tienen otra cosa con la que asustarnos? Todos sabemos –y los ucranianos también– que si Putin pudiera entraría mañana en Kiev.
Y, si no se rinde Ucrania –que no lo hará–, ¿qué cabe esperar de los próximos años de guerra? ¿Es verdad que Zelenski no tiene cartas que jugar? Si fuera así, ¿para qué prolongar la agonía? Antes de entrar a fondo sobre este asunto, convendría tener presente una de las muchas frases que se atribuyen –muchas veces falsamente, pero no en este caso– a Winston Churchill: “Recordad siempre que no importa lo seguro que estéis de que podéis vencer fácilmente, no habría ninguna guerra si otros no creyeran que tienen una oportunidad”.
Si continúa la guerra es porque tanto Putin como Zelenski creen tener cartas para ganarla. La del dictador ruso ya ha quedado clara, aunque nosotros no nos la creamos del todo: lucharán para siempre si es necesario. ¿Por qué dudar de sus palabras? Porque, por mucho que se diga, ningún Reich dura mil años.
¿Y cuáles son las cartas de Zelenski? Para encontrar una respuesta en el baúl de la historia vamos a viajar en el tiempo y en el espacio hasta un lugar remoto: Cartagena de Indias, en los últimos días del invierno de 1741. Allí, como en Ucrania, el virrey Sebastián de Eslava y, a sus órdenes directas, el teniente general de la Real Armada Blas de Lezo –ambos grandes soldados aunque, por desgracia, muy mal avenidos– tuvieron que enfrentarse a la invasión de fuerzas británicas enormemente superiores.
No es razonable dudar de la voluntad de vencer del pueblo ucraniano"
Trump habría dicho de ellos que no tenían cartas que jugar, pero se habría equivocado. Los dos grandes militares –ambos injustamente ninguneados, Lezo por su rey y Eslava por la historia– tenían una primera carta ganadora en su inquebrantable voluntad de vencer. Sin ella no habría nada que hacer; pero la segunda, la que a la postre resultó decisiva, fue el tiempo. Cada día que se prolongaba la resistencia debilitaba al Ejército británico, víctima de sus carencias logísticas y, sobre todo, de enfermedades tropicales para las que sus hombres no estaban preparados.
Después de más de tres años de guerra, no creo que sea razonable dudar de la voluntad de vencer del pueblo ucraniano. Una voluntad hecha de odio y de miedo, de patriotismo y desesperación, de dignidad y de rabia, de sed de venganza y de genuinos deseos de libertad e independencia. Aunque ningún pueblo está a salvo de quintas columnas, cada bombardeo de cada ciudad, cada niño muerto en la retaguardia, cada amigo caído en el frente supone un acicate para que la sociedad ucraniana no dé su brazo a torcer.
¿Y el tiempo? Putin dice que está de su parte, pero los talibanes en Afganistán, los rebeldes sirios, los guerrilleros vietnamitas y la insurgencia iraquí –por no hablar de nuestros guerrilleros en la ya lejana Guerra de la Independencia– podrían explicarle que se equivoca. Como hicieron Eslava y Lezo en Cartagena de Indias, el Ejército de Ucrania, menos numeroso que el ruso y más respetuoso con la vida de sus hombres, cede terreno –despacio, mucho más despacio de lo que parece a la luz de los falseados partes de guerra del Kremlin que a veces publican medios españoles– para comprar tiempo. Tiempo que, hace tres siglos, servía para que los mosquitos castigaran a los invasores británicos; tiempo que sirve hoy para que los drones –se calcula que estos sistemas ya causan alrededor del 80% de las bajas de ambos bandos– castiguen a quienes, presionados por un Putin insaciable, se ven obligados a avanzar a campo abierto.
El tiempo solo no da la victoria, pero desgasta la voluntad. Por eso, es imposible saber con certeza quién ganará esta guerra si se prolonga indefinidamente. Lo que sí es cierto es que, desde que las naciones sustituyeron a los reinos –desde que la voluntad popular sustituyó a la de los reyes– los precedentes son malos para los invasores. Es verdad que cada uno de esos precedentes tiene personalidad propia. Muchos analistas prorrusos le dirán que fue la jungla la que derrotó a los Estados Unidos en Vietnam… y eso es algo que no existe en Ucrania. Otros defenderán que fueron las inaccesibles montañas las que dieron la victoria a los talibanes en Afganistán mientras que, alrededor del Dnieper, el relieve es razonablemente llano y da ventaja a los Ejércitos más numerosos y mejor equipados.
¿Ventaja entonces para Rusia? Aunque su especificidad no se encuentre en la jungla ni en las montañas, la guerra de Ucrania también tendrá personalidad propia para los historiadores del futuro. Vayamos, para estar seguros, a 2050. Es muy probable que no encontremos huellas de ninguna derrota decisiva de las tropas rusas sobre el terreno. Tampoco fueron vencidas las norteamericanas en Vietnam o en Iraq, ni las soviéticas o las de la OTAN en Afganistán, ni las rusas en Siria. Pero eso no significa que la partida esté decidida de antemano.
Forcemos la imaginación. Dentro de 25 años ¿qué factores podríamos encontrar que, como siempre a posteriori –decía Bernard Shaw que las predicciones eran más difíciles cuando se referían al futuro– explicaran una hipotética retirada rusa de Ucrania? ¿Dónde hallaríamos las cartas que, junto al tiempo y a la voluntad de vencer, podrían dar la victoria al presidente Zelenski?
La primera de esas cartas podría estar en la tecnología. El dron barato, de origen comercial, ha convertido en inútil casi todo el material que Rusia heredó de la URSS y contribuido a igualar las fuerzas de la poderosa Rusia y la modesta Ucrania. La segunda, que depende en parte de la opinión pública occidental, está en las sanciones, herramienta de ritmo lento –aún más que el interminable avance ruso sobre Pokrovsk– pero imprescindible para que, cuando falte Putin, surjan en Rusia voces que, desde dentro del régimen, se atrevan a apostar por la vuelta a la normalidad. Pero quizá la carta decisiva de la mano de Zelenski esté en las ciudades, junglas urbanas que poco tienen que envidiar a las de Vietnam o a las de Cartagena de Indias. Hace ya más de dos años que las tropas rusas conquistaron Bajmut y, desde entonces, ninguna otra ciudad siquiera mediana ha caído en sus manos. A este ritmo, ese 2050 que quizá haya preocupado a muchos de los lectores nos dejará todavía en las afueras de Pokrovsk.
Juan Rodríguez Garat es almirante retirado.
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