‘WAR ROOM’

Mi tesoro... mi credibilidad

  • No se puede ser un líder si no se es creíble. La credibilidad está también en la base del liderazgo. Perder la credibilidad es incluso más fácil que perder el prestigio

Mi tesoro... mi credibilidad

Mi tesoro... mi credibilidad

No es ningún secreto que la política es una de las actividades del ser humano más desprestigiadas. No es un capricho del azar ni de las encuestas. De un líder político esperamos presencia, imagen, una buena comunicación y capacidad de seducción para “enamorar” a sus votantes. Pero pocas veces hablamos de la cualidad que, necesariamente, va unida al político como una segunda piel y sin la cual debería ir pensando en dedicarse a otra cosa. La credibilidad hoy cotiza a la baja y, sin embargo, es el principal atributo que debiera protegerse para devolver el prestigio a la política y la confianza a los electores.

Comunicar lo que no se es conduce al fracaso. Siempre. Le ocurrió al primer ministro británico David Cameron, cuando en un intento de empatizar con los ciudadanos, justificó los recortes a la clase media diciendo que él y su mujer también pertenecían a esta escala social. Haber estudiado en el elitista Eton College, tener una fortuna de unos 30 millones de libras y ser el esposo de la hija de un barón e hijastra de un vizconde no le coloca exactamente entre la clase media. Sin pretenderlo, lo único que consiguió fue un monumental enfado por parte los ciudadanos, las críticas de los partidos de la oposición y, lo peor de todo, su credibilidad se vio seriamente dañada.

No se puede ser un líder si no se es creíble. La credibilidad está también en la base del liderazgo. Aquellas personas que, como Cameron, pretendan influir en los demás y guiarlos hacia una meta han de ser creíbles.

La política permanece en constante evolución avivada por los avances tecnológicos y los cambios en la sociedad. Sin embargo, la credibilidad forma parte del código genético del político. Hace más de 2.300 años Aristóteles escribió en su famosa Retórica que existen tres tipos de argumentos persuasivos: el ethos, el pathos y el logos. Los argumentos ligados al ethos apelan a la autoridad y a la honestidad del orador, y son las actitudes que debe adoptar para inspirar credibilidad y confianza en el auditorio. Aristóteles apelaba a la credibilidad con estas bellas palabras: “A los hombres buenos los creemos de modo más pleno y con menos vacilación; esto es por lo general cierto sea cual fuere la cuestión, y absolutamente cierto allí donde la absoluta certeza es imposible y las opiniones divididas”.

Puedo prometer y prometo

Visto de este modo, y no se antoja otro modo de verlo, la credibilidad es imprescindible para que los ciudadanos podamos creer en los políticos y en la política. Un político sin credibilidad no tiene futuro. Pero la credibilidad no se gana sólo con quererla. Hay que trabajarla día a día siguiendo un puñado de mandamientos tales como: dirás la verdad por encima de todas las cosas, no engañarás y nunca pronunciarás “puedo prometer y prometo” si luego no vas a cumplir.

Fiarse de la persona es el primer paso para conseguir el voto. Si esto es así, y lo es, no se acaba de entender ese menosprecio por políticos creíbles que no cambien de argumentos en función del interés del momento y que no nos tomen a los electores por desmemoriados. Ser pillado en contradicciones es casi tan fatídico para un político como ser pillado con las manos en la masa.

Quizás Pablo Iglesias no recordaba la noche electoral del pasado 28 de abril cuando pidió “paciencia” porque “las reuniones para organizar un gobierno requieren de cierta discreción”, que en 2016 exigió que las negociaciones con Pedro Sánchez se hicieran en “público, a través de los medios de comunicación, con máxima transparencia y con luz y taquígrafos”. Puede que Pablo Iglesias estuviera enmendando un error cometido tres años antes, pero flaco favor se hace a sí mismo cuando el pasado 26 de junio reclamó un acuerdo de gobierno por escrito con tan sorprendente afirmación: “fiarse de la palabra de un político es lo más imprudente que se puede hacer en la vida”.

El descrédito de los ciudadanos en los políticos certificado por las encuestas es uno de los más importantes retos que actualmente tiene la política. Afortunadamente, como afirmó Napoleón después de su derrota en Waterloo, no todo está perdido.

No se conoce mejor antídoto que hablar con honestidad y contar la verdad con total transparencia, muy especialmente en momentos complicados. La crudeza de la pasada crisis económica nos dejó una colección de vocablos con los que se intentaba maquillar, o quizás dulcificar, la penosa realidad. Todavía nos preguntamos por qué lo llamaban devaluación competitiva de los salarios, moderación del crecimiento, desaceleración positiva o planes de saneamiento y viabilidad cuando querían decir crisis. El resultado ya lo conocemos.

Éste es un clarificador ejemplo de cómo el lenguaje político es, en cierto modo, el causante de la falta de credibilidad de la clase política. El consultor Daniel Ureña afirma que “no se tiene en cuenta cómo es el público y cómo dirigirse a él”.

Si algo tiene la credibilidad es que, ha de cultivarse toda la vida, pero puede perderse en un segundo. Perder la credibilidad es incluso más fácil que perder el prestigio. Errar es de humanos, pero sólo la capacidad de reconocer y enmendar el error puede hacer que el político recupere la credibilidad que ha quedado en entredicho. En demasiadas ocasiones la genial frase de Groucho Marx “estos son mis principios. Si no les gustan, tengo otros” se asocia a los políticos, pero para recuperar el prestigio perdido mejor nos quedamos con Brian O. C. Leggett: “en una época de cinismo y desconfianza como la nuestra, la autenticidad es la única cualidad que convence”.

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