De Tarteso a los británicos: la huella ambiental de la minería histórica de Huelva llegó hasta los glaciares de Groenlandia

Crónica de una tierra herida

La explotación de los recursos naturales desde la prehistoria dejó un intenso impacto en el aire, los ríos y la tierra de una provincia que empieza a ponerse en paz con su entorno gracias a la ciencia

La singular belleza del río Tinto viene, en gran medida, de la mano del hombre.
La singular belleza del río Tinto viene, en gran medida, de la mano del hombre. / MG

La nieve que cae en Groenlandia no se derrite nunca. Nunca. Solo baja, cayendo despacio, balanceándose de un lado a otro hasta llegar al suelo, y allí se convierte en hielo y se queda así de por vida. Luego le cae nieve nueva encima, y después más, y se acumula una sobre otra hasta transformarse en un glaciar. Como si fueran los anillos de un árbol, cada una de esas capas de hielo que antes fueron nieve guardan, atrapadas para siempre, las microscópicas partículas que flotaban en el aire en el preciso momento en que cayeron: polvo, cenizas volcánicas, los restos de un incendio… hasta los contaminantes que pululaban por la atmósfera en ese momento se quedan guardados, criogenizados, como (eso decían) Walt Disney o la protagonista de Alien después de toda la movida, esperando a que alguien los encuentre para desvelar, miles de años después de haberse posado allí, algunos secretos increíbles sobre su pasado.

En los años noventa, un grupo de científicos liderados por George S. R. Rosman se pasó las horas muertas analizando testigos de hielo (unas muestras en forma de cilindros que los científicos extraen de los glaciares y que conservan toda la secuencia temporal de capas de nieve compactadas) con la idea de identificar el origen histórico de la contaminación mediante el examen concreto de las denominadas firmas isotópicas -una especie de huella dactilar- del plomo presente en el hielo para compararla con la de diversos yacimientos mineros que fueron explotados en época romana. El resultado fue sorprendente: alrededor del 70% de todo ese metal acumulado a lo largo de los primeros siglos de nuestra era procedía de la Faja Pirítica Ibérica, cuya mayor explotación se encontraba en Riotinto. Dicho de otra forma: el humo de aquellos hornos tuvo que ser tan brutal que viajó por la atmósfera a lo largo de, como mínimo, los 4.300 kilómetros que separan Huelva de Groenlandia.

Durante miles de años, la historia de Huelva ha sido también la de su relación con la naturaleza. Un vínculo complejo, marcado tanto por el aprovechamiento de sus extraordinarios recursos como por las huellas, algunas enormes, que ha dejado la mano del ser humano en su entorno. Mucho antes de que existieran el Polo Químico o los fosfoyesos, cuando en Europa aún no se conocía la palabra “industria”, Huelva ya era escenario de una intensa actividad tecnológica que, sin saberlo, inauguraba a la misma vez una historia diferente: la de la contaminación.

Desde hace 5.000 años

Lo del hielo de Groenlandia es una evidencia clara de la magnitud del impacto ambiental de la minería antigua de Huelva en el mundo, pero no es la única, y por supuesto no fue el primer sitio en el que dejó su rastro. Lo hizo mucho más cerca, y durante mucho más tiempo. Hace casi 5.000 años, las comunidades humanas que habitaban Cabezo Juré, en Alosno, dominaban ya con asombrosa sofisticación la fundición de cobre. Eran auténticos especialistas, organizados, con una producción que superaba con creces el autoconsumo. Se lo considera el primer complejo protoindustrial de Europa Occidental, y aquella actividad tuvo sus consecuencias.

Los trabajos del equipo del catedrático Francisco Nocete en el Grupo MIDAS III Milenio A.N.E. de la Universidad de Huelva han documentado con detalle cómo aquella actividad metalúrgica primitiva, basada en la fundición intensiva, provocó una alteración profunda y duradera del entorno. Para alimentar los hornos se requerían grandes cantidades de leña, lo que llevó a una drástica, sistemática, destrucción del bosque mediterráneo del entorno y a su posterior deforestación. A esto se unió la contaminación de los suelos: los análisis han identificado concentraciones elevadas de cobre, plomo y otros metales pesados en un amplio radio alrededor del yacimiento, incluso en capas agrícolas posteriores, lo que sugiere que los residuos contaminantes se integraron de forma persistente en el ecosistema local. De hecho, el estudio de los restos de moluscos consumidos por los pobladores de la zona demuestra que, a partir del 3.000 a.C., coincidiendo con la intensificación de la actividad en el complejo metalúrgico, los niveles de zinc, cobre o arsénico concentrados en sus conchas aumentaron de forma significativa, lo que indica una contaminación crónica de las aguas en las que se pescaron, decenas de kilómetros más abajo. Cabezo Juré no fue solo un centro metalúrgico pionero, sino también uno de los primeros focos conocidos, si no el primero, de deforestación y contaminación por la mano del hombre.

Yacimiento de Cabezo Juré, en Alosno.
Yacimiento de Cabezo Juré, en Alosno. / MG

Las explotaciones de fenicios y tartesios dieron continuidad al problema durante milenios, pero con la llegada de Roma todo se intensificó. La minería en Riotinto y Tharsis alcanzó una escala industrial: se perforaron kilómetros de galerías y se instalaron complejos sistemas de extracción con norias —se han encontrado en el entorno más de cincuenta— y nueva maquinaria que permitió la explotación masiva de los filones. Se calcula que fundieron alrededor de 30 millones de toneladas de mineral. Su impacto medioambiental llegó, literalmente, hasta el Ártico, aunque lo peor se quedó aquí: la oxidación de sulfuros generó una carga contaminante sin precedentes en los ríos Tinto y Odiel. Los sedimentos de la Ría de Huelva conservan esta historia, con niveles de plomo, cobre y otros metales que aumentaron bruscamente en estratos coincidentes con el Imperio y que marcan con una gran ‘X’ roja el origen de una contaminación que aún persiste.

El problema medioambiental de las aguas ácidas de mina tiene su origen en una reacción química sencilla pero de consecuencias muy complejas: cuando los minerales sulfurosos, como la pirita, quedan expuestos al oxígeno del aire y al agua, se produce ácido sulfúrico, que se filtra el terreno, disuelve los metales pesados presentes en el subsuelo y los arrastra hacia los ríos. Así, el agua se vuelve extremadamente ácida y cargada de elementos tóxicos, como el arsénico o el cadmio, que son capaces de alterar los ecosistemas durante siglos. Esta reacción es la principal responsable de la contaminación de los ríos Tinto y Odiel, y aunque en Huelva existe una “pequeña contaminación natural”, la realidad es que su origen es casi exclusivamente humano, como explica Manuel Olías, Catedrático del Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Huelva, que destaca la “magnitud e intensidad” con que impactó la actividad minera antigua en el entorno natural.

El otro legado británico

Roma prendió la chispa, pero la vieja Britannia se encargó de dar fuelle al fuego. El auge de la industria europea del siglo XIX reactivó la minería a niveles inéditos hasta entonces. Las piritas de Huelva se convirtieron en objeto de deseo de las industrias químicas europeas, especialmente las inglesas, y la provincia vivió una auténtica fiebre que abrió la puerta a la gran minería a cielo abierto. Huelva se convirtió en una “California del cobre”, como la denominó el empresario francés M. E. Duclerc (socio del ingeniero Ernest Deligny), en un renacer que vino acompañado de nuevos métodos de extracción, como la calcinación en teleras, un sistema rudimentario pero eficaz para obtener cobre a bajo coste que consistía en apilar al aire libre enormes montones de mineral, de entre 40 y 50 toneladas, encenderlos y dejar que ardieran lentamente durante varios meses. En ese tiempo, el azufre contenido en las piritas se oxidaba, formando sulfatos de cobre, y luego el mineral se trasladaba a grandes pilas donde se regaba con agua ácida para disolverlos.

Antiguas teleras en Riotinto.
Antiguas teleras en Riotinto. / Juan A. Hipólito

La liberación continua de gases tóxicos, principalmente dióxido de azufre y compuestos de arsénico, generó una de las mayores contaminaciones atmosféricas de Europa en su tiempo, afectando gravemente a la salud de la población y a los cultivos del entorno. Se calcula que en aquellos años se liberaron unas 500 toneladas diarias (diarias) de veneno a la atmósfera. La contestación social, considerada hoy uno de los primeros movimientos ecologistas de la historia contemporánea, culminó de forma trágica en 1888, en lo que ha pasado a la historia como el Año de los Tiros. Las teleras no se prohibieron inmediatamente, pero el escándalo internacional y la presión ciudadana obligaron a replantear, años después, este modelo extractivo. Con todo, el daño ya estaba hecho, en las personas, por supuesto, pero también en el entorno: la contaminación por metales pesados que actualmente soportan los ríos Tinto y Odiel se debe, en gran medida, a la “intensa actividad industrial” que se produjo en los siglos XIX y XX.

El río Odiel a su paso por Mina Concepción, que dejó de explotarse en 1987. Puede observarse el característico color rojizo de la oxidación, que contrasta con el verde de aguas arriba.
El río Odiel a su paso por Mina Concepción, que dejó de explotarse en 1987. Puede observarse el característico color rojizo de la oxidación, que contrasta con el verde de aguas arriba. / M.O.

Hoy, explica Manuel Olías, la cuenca del Tinto es uno de los sistemas más afectados de Europa por drenaje ácido de mina, pero la buena noticia es que es un proceso reversible en algunos casos: “Afortunadamente”, sostiene, “es posible revertir o, al menos, mitigar sus efectos”. La Junta de Andalucía está impulsando un plan para la restauración de la cuenca del río Odiel en el que colabora el grupo de investigación del catedrático, aunque, aclara, “las medidas necesarias para conseguirlo son complejas y muy caras”. Olías, además, señala a un elemento totalmente inesperado en la ecuación: la propia minería. Las explotaciones mineras actuales no solo utilizan “medios y tecnología que evitan la producción de drenajes ácidos”, sino que, ademas, “podrían ser parte de la solución” gracias a la restauración de estos pasivos ambientales históricos, como, de hecho, se está haciendo actualmente en Riotinto.

Nadie ha dicho que sea un camino fácil, pero después de milenios de explotación, Huelva tiene ante sí la oportunidad de cerrar un ciclo y transformar una historia de expolio en otra de reparación. De construir un nuevo relato en el que se reconcilie, por fin, con una naturaleza que ha sido su medio de vida, que ha determinado su historia y a la que, lo quiera o no, estará ligada para siempre.

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