Psicología y Salud: La sociedad del cansancio

Todo está en ti

Cómo la autoexigencia, el rendimiento y la falta de silencio están moldeando un nuevo malestar contemporáneo

Romantizar el agotamiento: cuando hacer mucho no siempre significa vivir mejor

Un grupo de personas muestran cansancio mental.
Un grupo de personas muestran cansancio mental.

Vivimos en una era marcada por una sensación de agotamiento que trasciende el cansancio físico y se instala en capas más profundas de nuestra vida mental y emocional. Byung-Chul Han, uno de los filósofos contemporáneos más influyentes, lo ha descrito con claridad en su obra La sociedad del cansancio, donde sostiene que el malestar que define nuestro tiempo no nace de la imposición externa, sino de un régimen de autoexigencia que se ha convertido en una suerte de nueva moral. Ya no respondemos ante un jefe visible o una autoridad severa, sino ante un ideal interior que nos exige sin descanso ser más productivos, más eficientes y más capaces. Y esta presión constante, aunque parezca voluntaria, está generando un nivel de desgaste que comienza a ser insostenible.

Para entender esta transformación, Han recupera y reformula la distinción entre la sociedad disciplinaria del pasado y la sociedad del rendimiento actual. En las sociedades disciplinarias, el poder se ejercía a través de prohibiciones, normas rígidas y órdenes externas. Había que obedecer, trabajar, actuar bajo vigilancia. Sin embargo, hoy ese modelo parece superado,en apariencia, somos libres. Podemos elegir, emprender, organizarnos y decidir nuestro propio rumbo. Pero esa libertad, observada de cerca, tiene un reverso inquietante: se convierte en la obligación de rendir, de demostrar nuestro valor de manera continua. Ya no es el otro quien nos controla, sino nosotros mismos. En palabras de Han, el sujeto de rendimiento se explota a sí mismo de manera más eficaz que cualquier explotación externa, porque lo hace impulsado por un deseo que cree propio.

Esta autoexplotación tiene rasgos sutiles pero poderosos. La frase que antes dominaba era “debes hacerlo”. Hoy se ha transformado en “puedes hacerlo”, que a primera vista suena motivadora, pero esconde un mandato aún más severo. El “puedes” implica que no hay límites: siempre podrías esforzarte un poco más, aprender algo nuevo, generar más ingresos, optimizar tu tiempo, mejorar tu cuerpo, tu mente, tus habilidades. La presión se vuelve infinita, porque no proviene de una figura concreta, sino de un ideal imposible de alcanzar. Y cuando ese ideal no se cumple, la culpa recae directamente sobre la persona. El sujeto contemporáneo vive entonces perseguido por la sensación de que nunca es suficiente, de que siempre queda algo por hacer, algo por mejorar. La libertad que se le prometió se convierte en una carga emocional que desgasta más que cualquier obligación explícita.

Este fenómeno tiene consecuencias que ya no pueden ignorarse. La ansiedad, la depresión y el burnout se han convertido en señales visibles de un sistema que exige demasiado y ofrece poco descanso. Han plantea que estas enfermedades no son fallas individuales ni debilidades personales, sino el reflejo patológico de una sociedad hiperactiva que no reconoce los límites humanos. El burnout, por ejemplo, no surge de la flojera o la falta de voluntad, sino de lo contrario: de la entrega excesiva, del entusiasmo que se vuelve excesivo y termina consumiendo los recursos internos de la persona. En esa dinámica, la persona se siente vacía, desconectada y exhausta, no porque no haya hecho lo suficiente, sino porque ha hecho demasiado.

Otro aspecto central en la crítica de Han es la saturación de estímulos que define nuestra vida cotidiana. La hiperconexión tecnológica nos mantiene inmersos en un flujo permanente de información, mensajes, imágenes y notificaciones que rara vez se detiene. La atención se fragmenta, y el tiempo, en lugar de expandirse, parece comprimirse. Se pierde la capacidad de silencio, entendida no solo como la ausencia de ruido, sino como un espacio mental donde la mente puede reposar, reflexionar y reorganizarse. Este déficit de silencio afecta directamente nuestra creatividad, nuestra capacidad de concentración y nuestra vida emocional. Sin pausa, sin un intervalo que marque un límite, el día se convierte en una secuencia interminable de tareas que nunca se completan del todo.

La productividad, convertida en valor supremo, también transforma nuestra relación con el cuerpo. Han señala que se le trata como una máquina que siempre debe funcionar al máximo rendimiento, ignorando que el cuerpo necesita descanso, lentitud y cuidado. Esta exigencia constante erosiona la salud física y mental, pero además distorsiona la percepción del propio valor. Muchos terminan sintiendo que solo merecen reconocimiento si producen, si logran algo cuantificable, si cumplen con estándares que no han elegido realmente. De esta manera, la identidad se reduce al desempeño, y la autoestima depende de la productividad, un vínculo inestable y difícil de sostener.

Frente a este panorama, la filosofía de Han no propone una revolución abrupta ni soluciones tecnocráticas. Su propuesta es más sencilla y, a la vez, más radical: recuperar el valor del descanso, del ocio, de la contemplación. Estas actividades, que suelen verse como improductivas, adquieren un carácter político y espiritual en un sistema que nos pide estar siempre activos. Detenerse es, en cierto modo, desobedecer.

En un mundo donde cada minuto se calcula y se monetiza, dedicar tiempo a no hacer nada útil se convierte en un acto de resistencia. El ocio auténtico, no el consumismo disfrazado de entretenimiento, abre un espacio para reconectar con uno mismo, para escuchar lo que el ruido del rendimiento oculta.

Esto no significa renunciar a los proyectos personales ni negar la importancia del esfuerzo, sino replantear su lugar en la vida. Significa recuperar la idea de que el bienestar no se mide por la productividad y que una vida valiosa no es necesariamente una vida llena de logros visibles. También implica cuestionar la idea de que el éxito debe perseguirse a toda costa, incluso si ese costo es la salud mental o la capacidad de disfrutar del presente. En última instancia, la reflexión que propone Han nos invita a rehumanizar nuestra relación con el tiempo, con el trabajo y con nosotros mismos.

Si la sociedad del cansancio se ha consolidado, es en gran parte porque se ha infiltrado en las expectativas individuales. Pero como toda construcción cultural, no es inamovible. Cambiarla requiere conversaciones colectivas, políticas que valoren la salud mental, espacios donde la lentitud no sea vista como un defecto y una educación que enseñe no solo a competir, sino también a descansar. Requiere, sobre todo, que cada persona reconozca que el cansancio no es un destino inevitable, sino una señal que invita a revisar el rumbo.

En una época donde nadie parece tener tiempo, detenerse a pensar en la forma en que vivimos es ya un gesto transformador. Y quizás sea ese gesto, pequeño pero profundo, el primer paso para construir una vida menos agotadora, más consciente y verdaderamente más libre.

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