Un onubense en la tierra de los apaches

Huelva, en la historia de Estados Unidos

Hombre clave en la aventura española en el oeste americano, fray Alonso Giraldo de Terreros murió en el feroz ataque comanche a la misión de San Sabá

La destrucción de la misión de San Sabá. José de Páez. Museo Nacional de Arte de México.
Paco Muñoz

01 de mayo 2022 - 04:00

Dobló por la mitad la hoja en blanco en la que había estampado su firma y la metió en el sobre. Lo hacía con resignación y cierta desgana. No le gustaban aquellos juegos políticos ni, nunca mejor dicho, las cartas escondidas. ¡Era de Cortegana, por todos los santos! Pero no le quedaba otra: a buen seguro que su primo Pedro añadiría las líneas necesarias para convencer al virrey sobre la urgencia de su viaje a México para plantearle, allí y en persona, el futuro de las misiones con los apaches. No tenía ni idea el franciscano de que nunca sería posible una respuesta porque aquella sería su última carta.

Demasiado mayor para tanto desasosiego, pensaba, aunque había una razón más poderosa para suspender el inabarcable proyecto en el que andaba enfrascados: aquello estaba resultando imposible. No le faltaba ánimo, desde luego, pero le sobraba experiencia y sabía muy bien a lo que se enfrentaba. Llegó a América muy joven desde las tierras serranas de Huelva, tras abandonar su Cortegana natal en 1718 para cruzar el Atlántico y trabajar como aprendiz de su tío, el mercader Juan Vázquez de Terreros. Pronto descubrió su vocación por cosas que estaban muy alejadas de aquellos negocios y acabó haciéndose fraile y, después, misionero en la inhóspita frontera norte de la Nueva España.

'Mapa, que comprende la Frontera, de los Dominios del Rey, en la America Septentrional'. José de Urrutia. Librería del Congreso de EEUU.

El ‘lejano oeste’ español

Las grandes praderas de lo que hoy conocemos como el estado norteamericano de Texas eran la casa de las naciones cazadoras, nómadas y guerreras de los indios. De los apaches, en el centro, la gran nación comanche, situada al norte, y de otras tribus más o menos grandes ubicadas en diferentes puntos del mapa: los wichita, los toncagüa, los tawakoni... Todos ellos eran enemigos declarados de los primeros. No era para menos: las incursiones apaches en sus territorios eran constantes, ocupando las grandes y fértiles praderas en las que pastaba el bisonte, que era el medio de vida de las tribus que habitaban aquellos mil kilómetros de terreno desconocido que los españoles establecieron como la frontera norte virreinal. El Gran Norte, lo llamaban. Fue allí donde el padre Terreros ejerció como misionero, primero trabajando con las tribus de indios tejas en el este -llegó incluso a hablar su idioma con fluidez- y después, sobre el Río Bravo, con la fundación de la misión de San Lorenzo, que fue la primera en la historia en la que se asentaron los indómitos apaches. No duró mucho.

A pesar de todas las buenas intenciones evangelizadoras y, sobre todo, occidentalizantes de los franciscanos, las misiones en el fondo no fueron sino la avanzadilla para estirar las fronteras del virreinato. La ‘conquista del oeste’ por parte de los españoles empezó desde el sur de los actuales Estados Unidos, y se fue extendiendo hacia los territorios indios. Sin embargo nunca fue una ocupación hostil, sino todo contrario. Además de para potenciar la presencia estratégica española en territorios americanos cercanos a los controlados por Francia o Gran Bretaña, la idea sobre la que se sustentaba la expansión del virreinato era la de poblarlos tratando de que se asentaran en ellos los naturales de cada zona, y lo hacían a través de las misiones. Allí adquirirían los conocimientos de la religión católica y aprenderían a organizarse en una comunidad ‘moderna’ basada en el desarrollo de actividades económicas y la explotación agrícola y ganadera de propiedad colectiva. Las misiones era administradas por los propios franciscanos, pero una vez que conseguían que los indígenas se administraran de forma autónoma, los frailes dejaban el nuevo pueblo en manos de los indios y se trasladaban a otra parte para reproducir el proceso.

Con los apaches, sin embargo, no había manera. Durante más de viente tantos años anduvieron de refriega en refriega con los españoles. No era una guerra abierta, pero sí muy molesta para los intereses del virreinato. Al fin, en 1749 se firmó un acuerdo de paz que convirtió en prioritario el establecimiento de nuevas misiones para que los indios más odiados de la frontera se convirtieran en civilizados ciudadanos.

Presidio de San Sabá, tal y como se conserva actualmente.

En esa tesitura fundó San Lorenzo el padre Terreros, que aunque fue la primera para los apaches acabó incendiada por los propios indios solo unos meses después de establecerse. No desistió el onubense, que trató de repetir la experiencia, años después, en el centro de Texas. El lugar elegido fue el entorno del río San Sabá, situado entre las provincias de Coahuila y Los Tejas, y la financiación de la misión corrió a cuenta de su primo, el también corteganés Pedro Romero de Terreros, que por entonces empezaba a ostentar cierta riqueza e influencia. Ambos diseñaron un ambicioso proyecto, apoyado por el virrey, en el que el fraile ejercería como presidente de las misiones. Una vez aprobado el plan, en el verano de 1756, comenzaron los preparativos para la construcción de la misión y del presidio, un fuerte militar que se construía relativamente cerca de cada asentamiento para disponer de un contingente de soldados que debían velar por la seguridad de los misioneros y, de paso, explorar el territorio. Estaban formados por cabañas construidas con troncos y ramas recubiertas de barro y que servirían como almacenes, graneros, dormitorios colectivos (excepto en el caso del comandante del presidio y del padre presidente de la misión, que tenían cuarto propio) y, por supuesto, la iglesia. El perímetro se aseguraba con altas empalizadas para impedir el acceso de extraños y, fuera, se habilitaban zonas de campo para el cultivo, cuadras y otras instalaciones.

En la primavera de 1757 ya estaba todo preparado en San Sabá, donde se presentaron más de 3.000 apaches que, en realidad, no habían llegado para quedarse, sino para cazar y, de paso, retomar sus incursiones a los territorios de las otras tribus de la zona y su guerra con los belicosos comanches por el control del norte y el centro de la provincia. Así lo comunicó a Terreros y al capitán del presidio, Ortiz Padilla, el jefe de los apaches, Casa Blanca, quien dejó claro que de momento no tenían ninguna intención de vivir en la misión. Fray Alonso insistió en que permitieran que al menos se refugiaran allí las mujeres y los niños, pero la idea tampoco gustó a los indios, que se marcharon por donde habían venido diez días después.

Así que allí estaba el franciscano. Decepcionado y solo. Preparando su renuncia a un proyecto que ya sabía imposible. Esperando el beneplácito del virrey para dejar la misión y marcharse a México mientras daba de comer al poco ganado que aún quedaba y preparaba la tierra de labor. Recordando, probablemente, sus años de juventud en los huertos familiares de Cortegana.

‘Dragón de cuera’, de Augusto Ferrer-Dalmau. Así lucían los soldados españoles de la frontera. Cortesía de Augusto Ferrer-Dalmau.

El primer incidente llegó el 25 de febrero de 1758, y se repitió una semana más tarde, cuando una pequeña banda de comanches robaron más de cincuenta caballos cerca del presidio. Poco después, el 9 de marzo, algunos dragones de cuera (como se conocía a los soldados españoles de la frontera) del presidio fueron atacados cuando escoltaban un tren de abastecimientos. Cuatro de ellos resultaron heridos. Aquellas señales llamaron la atención del capitán Ortiz Padilla que, preocupado por la posibilidad de que se produjeran nuevos ataques, invitó a fray Alonso a refugiarse en el presidio. El franciscano rechazó la oferta en varias ocasiones, incluso cuando el propio capitán se presentó en el poblado pidiéndole que se marchara con él. El padre Terreros, que no tenía ninguna intención de abandonar la misión ni dejar solos a quienes la habitaban, confiaba en que las fechorías de los indios, con los que llevaba tratando tantos años, nunca llegarían a mayores. Lo que no sabía es que ahora estaban celosos y enfadados y que bajo ningún concepto iban a permitir que los españoles dieran un trato preferente a la tribu enemiga. El entorno del río San Sabá ya no sería más una zona exclusiva de caza apache porque los comanches, que habían tejido una inédita alianza con el resto de tribus del territorio, iban a hacer lo que fuera necesario para acabar con ellos definitivamente. Las tribus norteñas iban a la guerra, y empezarían allí, en San Sabá, donde, creían, estarían asentados los apaches. De paso aprovecharían para dar un buen susto a sus protectores y amigos los españoles.

El ataque

Así estaban las cosas cuando, el 16 de marzo, dos mil guerreros comanches y sus aliados rodearon la misión. Sus aparentes buenas intenciones se esfumaron a las primeras de cambio, cuando, tras percatarse de que allí no había apache alguno, comenzaron a saquear los almacenes, graneros y cuadras del recinto. Con la esperanza puesta en que se marcharan de allí cuanto antes, Terreros accedió a escribir una carta pidiendo a Ortiz Padilla que cedieran a los nativos los caballos que guardaban en el presidio, como le había pedido el jefe de los tejas, que partió hacia allí con la misiva en la mano y un nutrido grupo de guerreros a sus pies.

Regresó al poco, visiblemente enojado por la refriega que, camino al fuerte, habían tenido con unos soldados con los que se habían cruzado. El jefe indio reprochó a fray Alonso la muerte de tres de sus hombres porque, le dijo, su carta no había servido para nada, de modo que, ni corto ni perezoso, el fraile se ofreció a acompañarlos él mismo al presidio a reclamar los caballos. Subió a su caballo y empezó a cabalgar por delante de los indios junto con su escolta, el soldado de cuera José García, cuando un fuerte golpe le atizó en la espalda. El dolor, intenso, apenas le dejó tiempo para pensar en lo que estaba pasando. Cayó del caballo y dio, ya muerto, con sus huesos en el suelo. Al instante se derrumbó a su lado García, víctima del segundo de los disparos que, como en una señal macabra, desataron el odio en San Sabá.

La cabellera de Fray Alonso se levantaba sobre una lanza en medio de los gritos de guerra comanches. A los costados tenía clavadas varias flechas, e hincado en su pecho brillaba, ensangrentado, su bastón de Padre Presidente de la misión. La veintena de personas que aún quedaban en la misión corrieron a esconderse mientras los indios continuaban con el saqueo. Desde lejos podía oírse el pavoroso sonido de los gritos de dolor o de terror, los golpes de hacha, los disparos y las flechas que rompían el aire hasta que alcanzaban a sus víctimas. Luego, el olor del humo que empezaba a salir de las primeras chozas que caían víctimas de un fuego que se exendía sin compasión.

Aunque frailes y soldados trataron de defender la misión, todos terminaron huyendo ante la evidencia de que nada podían hacer frente a tantos cientos de guerreros sedientos de sangre. Fray José de Santisteban, el fiel compañero de Terreros, buscó refugio en uno de los almacenes, pero fue encontrado, tiroteado y degollado por los atacantes. El resto encontró resguardo en la iglesia, donde permanecieron, en silencio, hasta la noche. En medio de la fiesta, aprovechando el ruido de las danzas y cánticos de victoria de los indios, los veinte supervivientes de la razzia consiguieron salir de lo que el día antes había sido la bonita misión de San Sabá.

El día 20 de marzo, cuatro días después de la matanza, llegó Ortiz Padilla para enterrar los restos del padre Terreros y de los soldados Ayala, José Garcia, José Gutiérrez y su padre, Juan Antonio Gutiérrez. El cadáver del padre Santiesteban, carbonizado, no fue encontrado hasta el día 24.

El ataque le costó la vida a unas 28 personas, entre uno y otro bando. Consciente de que aquello no se podía quedar sin respuesta, un año después el virrey ordenó una campaña de castigo contra los indios, que dirigió el propio capitán Padilla y que fue conocida como la Campaña de Río Rojo. La guerra entre españoles y comanches continuó hasta finales del siglo XVIII, pero el trabajo del Apóstol de los Apaches, como terminarían llamando a fray Alonso, no cayó en saco roto, a pesar de todo. Las misiones con los apaches siguieron, y en 1793 ya eran más de dos mil los indios que vivían de forma más sedentaria en ocho reservas situadas en torno a otros tantos presidios. Así se siguió haciendo, antes y después de los sucesos de San Sabá, durante casi doscientos años, y del trabajo y el sacrificio de personas como el padre Terreros nacieron lo que hoy son ciudades tan importantes como San Diego, la mítica San Francisco y otras muchas. Muy cerca de donde tuvo lugar la matanza se levanta hoy la ciudad de Menard, una pequeña población con alrededor de 1.500 habitantes que conocen muy bien la historia de la misión y del presidio, que aún se conserva.

Allí, en Menard, el diplomático corteganés Juan Manuel Romero Terreros, descendiente de fray Alonso, convivió, como él hizo varios siglos antes, con los apaches lipanes. Ellos “siguen recordándolo” con admiración y respeto, explica Romero de Terreros, que ha estado investigando durante diez años lo que ocurrió en San Sabá, un intenso trabajo documental que recoge en El Apóstol de los apaches, un libro que, además, profundiza en la figura del misionero onubense y su importante papel en la pacificación y civilización de aquella frontera norte de la Nueva España.

Pero fray Alonso no fue el primero ni el último: “Estamos acostumbrados -dice Romero de Terreros- a dedicar toda nuestra atención al lugar que ocupó Huelva en los primeros viajes del Descubrimiento, pero hubo mucho más después de aquello”. Centenares de personas de distintas ciudades y pueblos de la provincia “que durante tres siglos se aventuraron a cruzar el Atlántico” y hacer las Américas sin más equipaje que sus manos, su talento y la ilusión de una vida nueva y, quién sabe, algo de fortuna. Algunos tuvieron menos suerte que otros y la aventura terminaba truncada por la muerte, ya fuera en el propio viaje o en las tierras desconocidas y hostiles del far west español. La sangre de aquellos onubenses, como la de fray Alonso Giraldo de Terreros, ha regado, también, parte de la historia de los Estados Unidos.

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