El momento: vivir donde la vida realmente sucede
Psicología y Salud | Todo está en tí
Vivir el momento no es desentenderse del futuro ni olvidar el pasado, sino habitar el ahora
Cuando el amor duele: una mirada psicológica a los vínculos que nos apagan
Vivimos inmersos en una época de velocidad. Todo ocurre deprisa: los días se encadenan, las noticias se suceden una tras otra, las obligaciones se multiplican y apenas queda espacio para detenerse. En ese torbellino constante, hemos aprendido a mirar hacia el futuro con ansiedad o hacia el pasado con nostalgia, pero rara vez nos permitimos estar plenamente en el único lugar donde la vida sucede de verdad: el presente.
El gran desafío de nuestro tiempo no es lograr más cosas, ni alcanzar una meta tras otra, sino aprender a vivir el momento sin huir de él. Y sin embargo, nos cuesta. La mente humana parece programada para escaparse: mientras hacemos una cosa, pensamos en la siguiente; mientras hablamos con alguien, repasamos mentalmente la lista de tareas pendientes; mientras paseamos junto al mar, nos distrae el ruido de lo que aún no ha llegado. Así, la vida pasa sin que nos demos cuenta de que la estamos dejando pasar.
Vivir el momento no significa desentenderse del futuro ni olvidar lo vivido. Significa habitar conscientemente el ahora, reconocer lo que ocurre, sentir lo que sentimos y aceptar lo que es, sin intentar modificarlo de inmediato, es una forma de reconciliación con la realidad. Cuando nos entregamos plenamente al instante presente, algo en nosotros se aquieta. Desaparece la tensión entre lo que quisiéramos que fuera y lo que realmente es. Esa aceptación no es resignación, sino una forma de libertad interior.
Huelva, con su ritmo pausado y su horizonte abierto al mar, ofrece un escenario privilegiado para practicar esta presencia. Basta detenerse unos minutos frente a la ría, escuchar el rumor de las olas o contemplar la luz que cambia sobre las marismas al atardecer. En esos instantes sencillos, la mente se silencia, y uno recuerda lo que tantas veces olvida: que no hace falta correr para sentirse vivo.
Sin embargo, nos cuesta aceptar la lentitud. Nos han enseñado que detenerse es perder el tiempo, que descansar es rendirse, que lo importante siempre está más adelante. Corremos detrás de la próxima meta, del próximo logro, del próximo momento en que, por fin, creemos que seremos felices. Pero la felicidad no llega con la velocidad ni con la acumulación; llega con la presencia, con la capacidad de estar aquí sin querer estar en otro lugar.
El momento presente tiene algo de milagro cotidiano, es el único punto del tiempo que existe realmente. El pasado ya no es más que memoria; el futuro, una posibilidad. Sin embargo, dedicamos casi toda nuestra energía mental a esas dimensiones que no existen fuera de nuestra mente. El resultado es un vacío extraño: tenemos más que nunca, pero sentimos menos que nunca.
Cultivar el arte de estar presente requiere práctica, igual que cualquier otro arte. Puede comenzar con gestos mínimos: respirar profundamente antes de responder a un mensaje, observar el cielo mientras caminamos al trabajo, escuchar con atención a quien tenemos delante sin pensar en lo que diremos después. Son actos sencillos, pero cada uno de ellos nos devuelve al ahora, nos enraíza en la experiencia directa de la vida.
En el fondo, la presencia es un acto de amor. Amar de verdad a alguien o a uno mismo implica estar disponible, mirar sin prisa, escuchar sin interrupciones, acompañar sin estar pensando en otra cosa. No hay amor posible sin atención y no hay atención posible sin presencia. Tal vez por eso, cuando aprendemos a vivir el momento, la vida se vuelve más profunda, más rica, más humana.
El sufrimiento, muchas veces, nace de la resistencia al presente. Queremos que las cosas sean distintas: que lleguen antes, que terminen ya, que cambien a nuestro favor. Pero la vida tiene su propio ritmo, y pelear contra él solo genera cansancio. Aceptar el momento tal como es, con su luz y su sombra, no significa rendirse, sino alinearse con la realidad, dejar de luchar contra lo inevitable para poner esa energía en lo que sí depende de nosotros.
Hay una sabiduría silenciosa en quienes saben detenerse. No se trata de pasividad, sino de comprensión, de entender que cada instante contiene todo lo necesario: la alegría y la lección, el impulso y el descanso. Cuando aprendemos a mirar el ahora con gratitud, incluso los momentos difíciles se transforman en oportunidades de crecimiento.
Quizá por eso, las personas que viven plenamente el presente parecen irradiar serenidad. No es que no tengan problemas, sino que han aprendido a no vivir dos veces el mismo dolor: una en la experiencia, y otra en la preocupación por ella. Viven lo que toca vivir, ni más ni menos. Y en esa simplicidad hallan una fuerza que no depende de las circunstancias.
Practicar la presencia no exige cambiar de vida, mudarse de ciudad ni renunciar a los sueños. Exige algo mucho más sencillo y más profundo: estar aquí mientras la vida ocurre. Si comemos, comer; si caminamos, caminar; si escuchamos, escuchar. Lo que parece una obviedad, en realidad, es una revolución íntima.
En una sociedad que premia la distracción y la prisa, elegir la calma y la atención es casi un acto de rebeldía. Pero es también una puerta hacia la plenitud. Porque, al fin y al cabo, la felicidad no está escondida en un futuro lejano ni en un recuerdo idealizado. Está, discretamente, en este instante que pasa mientras lo lees, en este mismo latido que confirma que estás vivo.
Y quizá ese sea el mayor secreto de todos: que no hay otro lugar donde encontrar la felicidad que en el momento presente. Todo lo demás —el pasado, el futuro, las promesas, los miedos— son apenas sombras del tiempo. Lo único real, lo único que tenemos, es este instante. Y en él, si aprendemos a habitarlo con atención, cabe toda la abundancia del mundo.
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