Vía Augusta
Alberto Grimaldi
La conversión de Pedro
Arqueología
Nadie ha visto nunca el rostro de Dios, de ninguno de ellos, y, sin embargo, desde que el mundo es mundo el ser humano ha tratado de tenerlo frente a sí, de representarlo de alguna manera: un garabato en la pared de una cueva, leves surcos en una piedra, un trozo de metal fundido, una talla en la madera, un lienzo… Desde las antiguas pirámides hasta los grandes templos de Roma; desde las viejas mezquitas hasta las últimas catedrales; en puertos, sanatorios, cementerios… todos los espacios sagrados del mundo, en todas la épocas, han servido para que las civilizaciones que los habitaron mostraran la imagen del dios o de los dioses en los que creyeron. Es algo tan ligado al ser humano que nadie puede extrañarse de que, cuando aquel día en las minas de Tharsis empezó a asomarse un rostro tras el barro y los escombros, todos pensaran que estaban ante el mismísimo Dios. Los mineros corrieron a llamar a los encargados, y estos a los suyos, y aquellos a las autoridades, y estas a los más reconocidos expertos del momento.
El primero fue el catedrático de Arqueología de la Universidad de Sevilla Juan de Mata Carriazo, que la bautizó como la Máscara de Tharsis y aportó las primeras hipótesis sobre el misterioso hallazgo: lejos de ser una representación del Dios cristiano, aquella piedra esculpida era mucho más antigua, y no se trataba del rostro de un Dios, sino de un hombre. De uno poderoso, de un héroe, al que en su tiempo debieron adorar casi como a un Dios. Carriazo se atrevió incluso a insinuar un nombre: aquella podía ser la efigie del mítico Argantonio, el rey de Tartessos a quien Heródoto atribuyó enormes riquezas y un larguísimo reinado.
La idea prendió tan rápido en la prensa y los catálogos de la época que el propio Carriazo tuvo que rebajar el entusiasmo advirtiendo que sin contexto arqueológico y con una pieza aislada era imposible sostener que se tratara de un retrato real del mítico rey. La máscara, un altorrelieve en arenisca de 15 centímetros, muestra a un varón barbado, con bigote, ojos almendrados y una cabellera sujeta por una diadema. Su parte trasera sin labrar indica que pudo ser un relieve, y en la base se aprecia una fractura que sugiere un apoyo que probablemente se perdió entre los escombros. Según la ficha oficial del Museo Arqueológico de Sevilla, en cuyos fondos está depositada, la creación de la Máscara de Tharsis se sitúa en torno al siglo VII a. C., dentro del horizonte tartésico, y aunque muchos investigadores han señalado grandes similitudes con el arte griego arcaico y la asignan a periodos posteriores. Lo cierto es que la pieza nunca ha sido sometida a un análisis de laboratorio que permita precisar con seguridad el origen y la datación del que sigue siendo oficialmente el primer rostro de Tarteso.
En el año 2017, en el yacimiento extremeño del Turuñuelo de Guareña, en la provincia de Badajoz, aparecieron dos cabezas escultóricas que desataron titulares en todo el mundo refiriéndose a ellas como las caras de Tarteso. A diferencia de la Máscara de Tharsis, estas piezas sí están siendo sometidas a estudios científicos modernos, aunque sus resultados aún no se han publicado de forma definitiva.
Mientras tanto, la comunidad arqueológica debate si se sitúan dentro del horizonte tartésico o son de un periodo posterior. Reconocidos investigadores expertos en historia antigua y protohistoria en el suroeste peninsular, como Diego Ruiz Mata o Eduardo Ferrer Albelda, coinciden en que los rasgos formales de esas cabezas no encajan plenamente con lo que se espera del Tarteso clásico, sino que muestran influencias claras del mundo etrusco. En las publicaciones y entrevistas en las que se han pronunciado señalan aspectos, como el tratamiento del cabello, la forma de los ojos y la disposición de las facciones, que recuerdan a esculturas de Italia central, lo que apuntaría a una época más tardía, ya en el siglo V a. C., por lo que el hallazgo, pese a su extraordinario y enorme valor, más bien representaría una etapa posterior a la tartésica. En cualquier caso, y aunque la interpretación definitiva la darán las investigaciones aún en curso, la fascinación que han despertado las caras del Turuñuelo permiten hacerse una idea de lo que supuso el hallazgo de Tharsis en 1961.
En realidad, para dilucidar qué representaciones divinas o humanas se pueden considerar verdaderamente tartésicas habría que definir, primero, qué se entiende por Tarteso. La mayoría de especialistas delimita el periodo entre finales del siglo IX, cuando se intensificó la llegada fenicia a las costas del suroeste peninsular, y mediados del siglo VI a. C., momento en el que los textos clásicos ya hablan de aquella civilización en pasado y los registros arqueológicos indican un cambio de fase.
Aunque la población indígena ya hacía siglos que representaba a sus propios dioses a través de los fascinantes betilos, en el marco cronológico y territorial concretos que se refieren a Tarteso las primeras representaciones conocidas corresponden a divinidades extranjeras: primero, las dos pequeñas estatuillas de bronce del dios fenicio Reshef halladas a finales de los años sesenta por Pedro García, un pescador de Punta Umbría que las atrapó con su red en el Canal del Padre Santo. Miden 10 y 12 centímetros y muestran rasgos hieráticos, ojos grandes, brazos pegados al cuerpo y tocados y vestimentas de estilo fenicio.
Fechadas en el siglo VIII a. C., constituyen un testimonio directo de la llegada de la iconografía semita a Onoba. A ellas se suma una figura mayor, de 30,6 centímetros de altura, atribuida también a Reshef y que fue encontrada durante las obras de construcción de un edificio en pleno centro de Huelva. La imagen representa a un varón de pie, con casco cónico, gesto frontal y proporciones estilizadas, y aunque su estado de conservación no es muy bueno, la fuerza expresiva de su rostro, que probablemente estuvo recubierto de oro, la convierte en una de las imágenes más notables de aquel periodo. Estos bronces muestran que en Tarteso ya se conocían y veneraban rostros humanos de divinidades, pero no se trataba de producciones locales, sino de imágenes traídas por los colonizadores fenicios.
El primer indicio de una posible creación verdaderamente local podría ser la cabeza de terracota de Hércules hallada en la isla de Saltés en 1925. La descubrió el cónsul alemán Claus von Radecki y hoy se conserva, lo mismo que las tres estatuillas fenicias, en el Museo de Huelva. Mide apenas 7 centímetros de alto y representa a un Hércules juvenil. Su parte trasera es plana y conserva una lengüeta de encaje, lo que sugiere que formaba parte de una pieza ornamental colocada en un edificio, probablemente en el tejado de algún templo, lo que hace inevitable pensar en el texto clásico de Estrabón, cuando describe la llegada de los fenicios a Tartessos y su “isla consagrada a Heracles”.
La cronología de la figura se sitúa en la segunda mitad del siglo VI a. C., aunque algunos autores han propuesto un margen más amplio. El estilo combina rasgos norte-sirios con influjos griegos y etruscos, pero el hecho de que fuese elaborada con molde acerca la técnica a los talleres del suroeste, lo que ha llevado a plantear que pudo tratarse de una producción realizada por artistas locales. Al igual que con la Máscara de Tharsis, nunca se han hecho análisis de laboratorio que permitan confirmar ninguna hipótesis, aunque la pieza se ha interpretado como la posible prueba de una primera asimilación local de un héroe mediterráneo.
Donde sí hay consenso es en los hallazgos de la necrópolis de La Joya. Entre los ricos ajuares del yacimiento destacan varias piezas con rostros humanos integrados, como las del aguamanil de la Tumba 18, por ejemplo, cuyas asas terminan precisamente en cabezas femeninas representativas de la diosa egipcia Hathor-Astarté para los fenicios-, y en la Tumba 5 se aprecia otro ejemplo singular: un aguamanil cuyo borde alterna tres diminutas cabecitas de mujer con dos rosetas de dieciséis pétalos.
Las cabezas están modeladas con cuidado: rostros ovalados, ojos almendrados, cabellos esquemáticos y un gesto hierático que recuerda a las divinidades orientales, aunque reescritos con un estilo que ya no es copia literal de modelos fenicios o egipcios. Las cabecitas tambien se han interpretado como representaciones de Astarté, que era la gran diosa fenicia de la fertilidad, y su combinación con el símbolo solar a través de la roseta (uno de los más repetidos en la necrópolis), se asocia al prestigio y a la protección más allá de la muerte.
Las de La Joya son, sin lugar a dudas, las caras tartésicas más seguras y mejor documentadas que se poseen: obras concebidas y fabricadas en talleres locales, integradas en contextos funerarios conocidos y estudiadas con criterios arqueológicos modernos. Frente a las piezas importadas o de atribución incierta, la necrópolis onubense ofrece el ejemplo más firme de cómo se representó el rostro humano en Tarteso, aunque siempre vinculado a lo divino. Más allá del debate sobre su adscripción cronológica y territorial a Tarteso, solo las caras del Turuñuelo muestran un tipo de representación diferente, más humana que divina, aunque por su aspecto bien podrían tratarse de otra cosa: de dioses propios, de semidioses o personajes mitológicos; de héroes, guerreros o simplemente de miembros de la poderosa aristocracia que dominó aquel espacio, muy alejado de las redes comerciales tradicionales, y aquel tiempo, posterior al ‘colapso’ de la civilización tartésica.
Descartada, de momento, la posibilidad de encontrar el verdadero rostro de los tartesios en sus representaciones artísticas, la única posibilidad para saber cómo eran aquellos misteriosos antepasados es recurrir a los huesos. La Joya es excepcional por muchas cosas, entre ellas porque en sus tumbas, al contrario que en otras necrópolis tartésicas, no solo hay cremaciones, sino también enterramientos, lo que ha permitido que se conserven restos óseos, aunque, eso sí, muy deteriorados.
En el Museo de Huelva se guardan cinco cajas con huesos: dos de ellas contienen individuos relativamente completos, quienes yacían tumbas 14 y 9, mientras que las otras tres albergan fragmentos dispersos de costillas, vértebras, huesos largos y cráneos. Su estado de conservación es muy deficiente debido, entre otras cosas, a la acidez del suelo del cabezo, y hace imposible cualquier intento de reconstrucción facial a partir de los cráneos.
No queda, de momento, más que la imaginación, aunque las modernas técnicas de análisis de ADN antiguo pueden ofrecer una vía de investigación con gran potencial. En caso de lograrse la extracción y secuenciación genética de las muestras, sería posible obtener información sobre los rasgos físicos generales de las personas que fueron enterradas en La Joya, como el color de la piel, del cabello o incluso de sus ojos, además de otros datos relevantes sobre sus orígenes biológicos, sus parentescos o las enfermedades que padecían. No sería posible reconstruir un rostro individualizado, pero lo que se obtendría de todos esos datos se acercaría bastante a la imagen real no de los dioses, sino de aquellos hombres y mujeres que se encomendaron a su protección en el momento más difícil de todos: la propia muerte.
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