Historia

Fray Francisco, el díscolo noble de Huelva repudiado por la familia que hizo posible ‘El Quijote’

  • Un incidente tabernario en Cartaya en 1611 lleva al historiador Antonio Mira a investigar la vida de Francisco de Zúñiga, el vetado marqués de Gibraleón

Frailes dominicos reunidos en “La Consulta Teológica”, del pintor chileno Manuel Nuñez González.

Frailes dominicos reunidos en “La Consulta Teológica”, del pintor chileno Manuel Nuñez González.

La noche caía fría en Cartaya. Corrían ya los últimos días de febrero del año de 1611 y en la provincia de Huelva empezaban a celebrarse tímidamente las primeras carnestolendas. Los dos nobles onubenses subían la cuesta a trompicones, con el cuerpo dando tumbos y el alma en vilo después del ajetreo de una noche complicada en la que a poco estuvieron de perder el pellejo. No eran dos hombres cualesquiera. El marqués de Ayamonte, jovencito y menudo, andaba en busca de catre y descanso acompañado de su cuñado, el fraile, con el que había terminado haciendo muy buenas migas a pesar de que le doblaba la edad, no en vano compartían linaje y cuna, porque resultaba que el religioso podría haber sido también marqués, el de Gibraleón, de no haber mediado una enfermedad que lo apartó de la nobleza española, para la desdicha propia y la fortuna de don Miguel de Cervantes y la Literatura universal.

Al marqués y al fraile, que además eran tocayos, los habían invitado a participar ese día en unas partidas de caza en Cartaya. Acrecentose tanto su amistad durante la jornada que aquella misma noche decidieron prolongar juntos la diversión por las calles de la villa. Acabaron, de alguna manera –ninguno lo recordaría con claridad–, en una bonita casa de la calle Nueva, sentados a la mesa de un monumental banquete de bodas que se estaba celebrando desde el mediodía y que ya tenía a familia e invitados (de todas las clases, pues había educados hidalgos y también mucho plebeyo) cantando y brindando con excelente ánimo, tanto que nada más llegar fueron recibidos con agasajos, ricas viandas y buena bebida. Hubo tiernas carnes de venado y cerdo con su capirotada, pajaritos fritos, mollejas y chanfaina de Extremadura, huevos, jamones y quesos, uvas garnachas y variedad de chocolates, todo regado con delicioso vino y una hidromiel tan bien especiada que ni en los palacios de la Corte la servían así de deliciosa.

Acabada la cena prosiguió la algarabía. Los novios bailaban y los invitados cantaban coplas y tocaban palmas. Todo iba camino de convertirse en una fiesta perfecta hasta que, en medio de toda aquella alegría por el feliz casamiento (que además de ser del gusto de los novios, seguro que tuvo una generosa dote), prodújose el incierto suceso que propició la reacción airada del padre del novio, que para más señas era el capitán Pedro González Tenorio, quien en tono altivo y con “mucho atrevimyento y libertad” se enfrentó a los dos personajes para pedirles, muy por las malas, que se marcharan de la fiesta gritándoles “que más valiera que el marqués se estuviera en su cassa y que el frayle se fuera a su convento” antes que “andar haziendo lo que andan haziendo”, como aseguraron los testigos. Los nobles invitados, claro, se fueron de allí como alma que lleva el diablo, prometiéndose hacerle pagar cara la afrenta al capitán.

No trascendió la causa –aunque pueda intuirse que alguno de ellos acabó propasándose con la novia– pero sí algunas de sus consecuencias. “De lo sucedido aquel día existe conocimiento gracias a unos autos judiciales, abiertos a instancia de los dos visitantes, contra varios vecinos de Cartaya por injurias y amenazas a sus personas”, explica el historiador Antonio Mira Toscano, quien, sorprendido por lo extraño que resultaba ver implicadas en un escándalo de aquel tipo a dos de las casas más destacados de la nobleza española de por entonces, los Zúñiga y los Guzmán, inició una investigación archivística en busca de nuevos datos. Ningún testigo llegó a relatar con detalle los excesos cometidos por los personajes, que al no tratarse de dos simples ciudadanos a buen seguro procuraron una sentencia ejemplarizante, aunque finalmente no tuvo que ser demasiado severa, cree el historiador onubense.

Un destino truncado

Retrato del marqués de Ayamonte, años después del suceso. Retrato del marqués de Ayamonte, años después del suceso.

Retrato del marqués de Ayamonte, años después del suceso.

El primero de los nobles, el más ilustre de ellos, era Francisco Manuel Silvestre de Guzmán y Zúñiga, nada menos que el V marqués de Ayamonte, que pese a contar por esas fechas con solo 19 primaveras ya ostentaba desde hacía unos años la titularidad del señorío. El segundo, el fraile, tampoco era un monje al uso, sino que se trataba de Francisco de Zúñiga y Sotomayor, uno de esos personajes singulares que ponen sal a cualquier historia. Aunque, si se mira con detenimiento, la suya fue en realidad una historia más sosa que salada. Más amarga que dulce.

Primogénito del duque de Béjar, no tuvo la vida que le hubiera correspondido por nacimiento debido a un accidente que lo dejó incapacitado y, de paso, encerrado contra su voluntad en un convento en Sevilla. Los detalles de su vida los ha recogido el propio Antonio Mira en un capítulo que ha dedicado específicamente a su figura y que está incluido en la biografía que publicará este mismo año sobre el hermano menor del peculiar fraile, Alonso I Diego López de Zúñiga.

Fray Francisco de la Cruz no nació para ser fraile, sino duque de Béjar, y también marqués de Gibraléon. De hecho fue, de nacimiento, conde de Belalcázar y por tanto heredero de los otros dos títulos nobiliarios, pero no llegó a ostentarlos nunca. En algún momento a lo largo de su infancia, un accidente le dejó graves secuelas físicas o mentales (no hay constancia de qué es lo que ocurrió ni cuáles fueron exactamente sus consecuencias), hasta el punto de que sus padres “no vieron en su primogénito un digno heredero”, cuenta Antonio Mira, que destaca el paralelismo con la historia de Carlos de Austria, príncipe de Asturias y primogénito del rey Felipe II, cuya providencial muerte dio lugar a mi especulaciones. Cosas de la vida, lo que resulta nefasto para unos acaba siendo una bendición para otros, y gracias a aquella decisión, fue el hijo más pequeño, Alonso, quien acabó convirtiéndose en el heredero del título y, a la postre, en el mecenas de Cervantes, que precisamente dedicó al duque su obra más importante, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Resulta imposible saber si, sin el concurso de Alonso, hubiera habido o no un Quijote, pero lo que sí es seguro es que una sucesión de acontecimientos lo hizo posible. El primero, después del accidente, fue un protocolo notarial, firmado en Gibraleón en 1586, que dejaba sin títulos ni derechos de linaje a Francisco de Zúñiga cuando todavía era casi un niño.

Dedicatoria de Miguel de Cervantes al duque de Béjar y marqués de Gibraleón en la portada de la primera parte de El Quijote. Dedicatoria de Miguel de Cervantes al duque de Béjar y marqués de Gibraleón en la portada de la primera parte de El Quijote.

Dedicatoria de Miguel de Cervantes al duque de Béjar y marqués de Gibraleón en la portada de la primera parte de El Quijote.

Un año después fue enviado como novicio al convento sevillano de Nuestro Padre Santo Domingo de San Pablo. No se sabe con seguridad si ingresó de forma voluntaria o contra sus deseos, aunque la relajada vida monacal que llevó durante los veinte largos años en los que permaneció tras sus muros no hace pensar que lo hiciera por gusto. “Hubo una clara intención de alejar al primogénito del resto de la familia y de la vida pública”, explica Mira, no en vano los duques tenían varias alternativas a Sevilla, incluso en el mismo Gibraleón, como el desaparecido convento dominico de San Benito. No se equivocaba el duque.

En medio del escándalo

Portada del compás del antiguo convento de San Pablo. 1850. Calotipo de Joseph Vigier. Portada del compás del antiguo convento de San Pablo. 1850. Calotipo de Joseph Vigier.

Portada del compás del antiguo convento de San Pablo. 1850. Calotipo de Joseph Vigier.

Aún rodeado de fe y espiritualidad, aún encerrado, no fueron pocos los problemas que causó el fraile durante el tiempo en que estuvo sometido a las vicisitudes de la vida monacal. Los “recelos de sus padres hacia la inestable conducta de su primogénito, fruto de su frágil salud o débil y manipulable personalidad, se cumplieron muy pronto”, dice Antonio Mira. El duque, ya viudo, intentó controlarlo con todos los medios a su alcance, aunque para ello tuvo que verse obligado “a aceptarle ciertas relajaciones” siempre y cuando permaneciese en Sevilla. Fray Francisco estuvo continuamente vigilado por los criados, que le enviaban cartas de forma frecuente para contarle acerca de sus aventuras conventuales: sus altibajos emocionales, sus fuertes ataques de ira, la pésima relación con los demás religiosos, sus impertinencias, el gusto por la fiesta y la buena vida, las escapadas nocturnas y otras acciones impropias tanto de su posición como de su condición. Su padre trataba de corregirlas, pero a veces “no quedaba otra opción que aceptarle sus deseos”, cuenta Mira. Aún así, las andanzas del fraile estuvieron más o menos controladas, y Francisco, que disfrutaba de “una vida holgada” en el convento, empezó a pasar su tiempo en tareas más contemplativas, como el estudio de las sagradas escrituras o el intercambio epistolar con su padre. “A su manera”, explica Mira, “intentaba llevar una vida casi ejemplar, como si quisiera que vieran en él a otra persona, digna de recuperar sus derechos legítimos de heredero de la Casa Ducal”.

Nada estaba más lejos de la intención del duque, que en su lecho de muerte acabó con toda esperanza cuando encargó a su hijo pequeño que, como su sucesor, protegiera al mayor de sus hermanos. Fray Francisco, probablemente enfurecido tras comprobar que todo el empeño que había puesto en mejorar su conducta había resultado infructuoso, no lo dudó un segundo y, aprovechando los estragos que estaba causando la peste en Sevilla, en mayo de 1601, días después de la muerte de su padre abandonó la ciudad y se marchó a Gibraleón. Tres meses después ya había planteado un pleito para disputarle al nuevo duque, Alonso I Diego López de Zúñiga, los derechos sucesorios que le correspondían como primogénito y a los que, alegó, había renunciado siendo muy joven, en contra de su voluntad y obligado por sus padres. Afortunadamente para el duque, para Cervantes y para el resto de la humanidad, Fray Francisco no consiguió lo que pretendía, así que dedicó sus días a “alterar la convivencia vecinal” y fastidiar a su hermano, que desde que ostentaba el título de marqués de Gibraleón no había regresado a la villa. Durante su estancia en Palacio, el religioso consiguió que algunas de las más destacadas familias olontenses tomaran partido por él. Fray Francisco llegó a esparcir ciertos bulos -comprobará así el lector que ya existían por entonces- contra la figura de Alonso I, que en el acto de toma de posesión del marquesado pudo contar tan solo con la lealtad de sus criados y los oficiales del cabildo, pero no así de “figuras locales tan eminentes como el licenciado Ramón Cristóbal Maldonado o Diego Martínez de la Oliva”, que, en complicidad del fraile, parecían poco inclinados a rendirle honores. Fray Francisco le había cogido el gusto a aficiones poco religiosas, como las grandes cacerías o las largas veladas de juegos, por no hablar de otros dispendios con los que se granjeó la amistad de las familias más ilustres de la villa. Gobernó Gibraleón como quiso, haciendo y deshaciendo cuanto pudo en beneficio propio y de sus amigos hasta que, en noviembre, volvieron por fin los nuevos duques y el fraile tomó las de Villadiego, regresando al convento, desde donde, a pesar de las desavenencias, mantuvo una fluida y cortés correspondencia con su hermano, a quien manifestó la idea de iniciar un amplio viaje por Andalucía para ejercer como predicador.

“Desconocemos si realmente llegó a tomar la decisión de salir de su jaula de oro sevillana”, cuenta Antonio Mira. Puede que fuera así, pero no hay ninguna documentación que dé fe de sus corredurías hasta entrado el año 1609, cuando regresa a Gibraleón para la boda de su hermana, Leonor de Zúñiga y Sotomayor, con el marqués de Ayamonte, Francisco de Guzmán y Zúñiga, en la parroquia olontense de Santiago Apóstol. Desde entonces, el fraile aparecerá de cuando en cuando por su villa natal para disfrutar de una vida “salpicada de excesos” más propios “de su noble linaje que de un abnegado servidor de la cristiandad”.  Lo cierto es que fray Francisco de la Cruz se vio involucrado en numerosos y bochornosos escándalos “que le crearían una bien merecida mala fama entre los vecinos del marquesado”, que vivían horrorizados solo con pensar en que el fraile pudo haber sido su señor. Definitivamente, parece que el viejo duque había acertado en su decisión de apartarlo de la línea sucesoria.

La del banquete de la calle Nueva fue, si no la última, seguramente una de las postreras corredurías de Francisco. Puede que como consecuencia de su enfermedad, puede que a causa de la mala vida a la que se consagró en los últimos años, el díscolo fraile murió pocos meses después de aquel percance, mediado el mes de agosto de 1611. Su fallecimiento produjo, pese a todo, un gran pesar entre los vecinos y autoridades de Gibraleón, incluido el propio duque, que lo reconocieron públicamente como el hombre que pudo haber sido su señor. Le rindieron honores e hicieron grandes demostraciones de pesar por la pérdida de una figura que “el tiempo fue borrando poco a poco de la memoria colectiva”, como también se olvidó su lugar de enterramiento, que probablemente, apunta Mira, tuvo lugar en el desaparecido convento de los dominicos de San Benito. No hay, en cualquier caso, más información sobre su funeral, al que a buen seguro acudió su compañero de fechorías en la boda de Cartaya, su cuñado, tocayo y marqués de Ayamonte, Francisco de Guzmán, cuya vida tampoco es que acabara precisamente de la mejor manera, no en vano terminó decapitado debido a su ambición y su -nunca mejor dicho- mala cabeza. Pero esa es otra historia que un día habrá de ser contada.

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