Tragedia minera en Calañas. El día que murió el recuerdo
Historia de un accidente silenciado
La mina calañesa de Sotiel fue el escenario, en 1895, de la mayor tragedia de la minería metálica de la historia de España. El cementerio de Calañas conserva 22 tumbas sin lápida
Sotiel Coronada. Calañas. 5 de marzo de 1895. Nueve de la mañana. Blas Garrido Oso se despierta de un sobresalto. Se retuerce, suspira y se tapa la cara con la almohada, boca abajo. Parece que pronuncia alguna oración, como murmurándola, pero realidad está maldiciendo. Lo peor de un mal sueño es cuando te das cuenta de que soñando estabas mejor. Que la pesadilla la habían vivido bien despiertos, ayer tarde, cuando enterraban al pequeño Pedrito. Y aún peor fue el día anterior, cuando lo encontraron en la terraza de su casa, justo ahí al lado, tumbado en el suelo como un recién nacido, con los ojos y la boca abiertos como platos. Qué descuido tan desgraciado el de su tía. Pedrito, dedujeron todos, había confundido las escamas de sosa cáustica con unos caramelos y se las había tragado, abrasándoles la garganta. Pobre primito, qué muerte tan terrible. Qué días tan amargos estaban pasando en el poblado y qué poquitas ganas tenía de volver al tajo esa tarde. Casi preferiría no haber despertado, y desde luego hubiera sido lo mejor de haber adivinado lo que le deparaba el día. Pero, claro, nadie sabe cuándo va a morir.
10:15. Se levanta de la cama despacio, maldiciendo otra vez. No le apetece cambiarse de ropa, así que se lava como puede, se peina y sale a la calle respirando profundamente, como si le faltara el aire. El fresco de la mañana le relaja. Casi consigue sentirse bien, como antes, pero no puede resistirse a mirar hacia la terraza de su tía, que le devuelve la imagen de su primo muerto. Abre la pequeña cancela y sale corriendo calle arriba, hacia la taberna. Allí andan los hermanos Monís, que charlan en voz baja, recordando los duros momentos que habían vivido la tarde anterior. El capataz se las ha apañado para cambiarles el turno a la tarde, como a Blas, para que tengan algo más de tiempo con el que digerir mejor la tragedia. Aunque, puestos a digerir, prefieren el aguardiente. Los tres se saludan con pesar, en un silencio sepulcral que termina rompiendo Guillermo, el mayor de los hermanos, hablando de la voladura que está prevista para la tarde. Ya se ha hecho acopio de material a la altura del pozo número 13, explica, así que esta vez se ahorrarán el trance de bajar la pólvora desde el monte Sotiel. Se alegran porque son jóvenes y no saben lo peligroso que es eso almacenado ahí abajo, piensa Juan Reposo, el artillero portugués, que los escucha disimuladamente, con la cabeza inclinada, calada la gorra y mirándoles de reojo mientras enciende un cigarrillo. A su lado, Sousa y Silva, también portugueses, le cuentan el plan de trabajo de hoy, aunque no les hace mucho caso. En cuanto comenzara el turno trasladarían los cartuchos de dinamita y la pólvora hasta la el fondo de las galerías del yacimiento de Dolorcita. El acopio se había hecho la noche antes, suponían, en la bifurcación de los pozos 13 y 16. Vamos, lo de siempre, dice Reposo con poco ánimo: cargar las carretillas con el explosivo y llevarlas con cuidado al fondo de la galería, donde los barreneros estarían ya preparando los huecos para iniciar las voladuras.
12:30 del mediodía. La taberna va pareciendo cada vez más una extensión del entierro de Pedrito. Las mismas caras, los mismos ojos desolados y tristes, aunque todos saben que a la tarde volverán al tajo como si nada. La vida, como la mina, nunca se para. Una palmada en la espalda sorprende al más joven de los portugueses. Es Juan Castilla, el capataz, que entra tosiendo cada vez más fuerte, hasta el punto de torcerle el cuerpo. Los demás lo miran y lo escuchan lamentarse. No es que su trabajo sea lo peor del mundo. En realidad, la Compañía los trata bien: casas, escuelas, la tienda de ultramarinos, los servicios médicos… Todo es gratis, y además cobran un buen salario. Muy pocos tienen tanta suerte, aunque sabe que la está pagando bien cara a costa de su salud. El humo irrespirable de las teleras, casi puede verlo, le está ennegreciendo y quemando los pulmones como al resto de mineros, solo que ellos, los más jóvenes, los que ahora lo miran tan sorprendidos, aún no lo notan. Pero él empieza a sufrirlo cada día, y cree que no le queda mucho tiempo. No sabe hasta qué punto tiene razón, pero no será la silicosis lo que acabe con él. Agachado ya, levanta la mano derecha advirtiendo de que el ataque va de paso. Por fin se levanta y lanza un pequeño e improvisado discurso sobre la vida, la muerte, los días, la empresa y el trabajo y los invita a tomarse el de esta tarde con el brío y el ánimo de siempre, a cambio de un vinito, que él invita, faltaría más. Sale, sin más, topándose en la puerta con Garabito, el maquinista, que visto el ambiente vuelve tras sus pasos hasta casa para comer algo antes del tajo.
A las 13:30 horas ya enfila la carretera a la mina, dejando a la izquierda el Barrio Sur. Más adelante está Blas, que anda cabizbajo, acompañado de alguien que no reconoce y sosteniendo sin mucha fuerza el hatillo y la lámpara. Desaparece de su vista cuando entra en el Socavón 200 y continúa su camino hasta el parque de locomotoras, donde aguarda su compañero Antonio González, el otro maquinista del turno. Los vagones ya están cargados de mineral, esperándolos. La mina, ya se sabe. Nunca se para.
14:00. Comienza el turno. Garabito arranca el tejón. Todo parece ir bien hasta que observa lo que parece una vagoneta cargada de sacos de pólvora, cruzada como si nada en la vía general. Ve de lejos a Reposo, empujando con fuerza para retirarla justo antes de que pasen la locomotora, los vagones y ellos mismos, que inmediatamente sienten una fuerte explosión a sus espaldas. Antonio le pide a voces que pare la máquina, pero ni siquiera espera a que se detenga para bajar apresuradamente: “Hay fuego, hay fuego”, grita mientras se dirige corriendo al incendio, que ya empieza a quemar el entibado de maderas de pino que sirve de soporte al techo de la galería. Un humo negro y viscoso les agarra la garganta como una mano invisible. Las aprieta y los asfixia despacio, dándoles tiempo a escuchar cómo, desde el fondo, el capataz Juan Castilla, acompañado por Antonio Noguera y los hermanos Monís, llegan desde la vía moviendo a toda prisa una zorrilla. Tampoco ellos se cubren la boca, así que la mano de humo negro los atrapa como antes atrapó a los maquinistas y como hará en un rato, allá al final de la galería, con la cuadrilla de barreneros que espera, sin saberlo, a que les llegue la muerte.
15:30 horas. Las noticias no tardan en llegar a los demás pozos y galerías. El ingeniero jefe, Antonio González de Nicolás, manda llamar a su vecino, el doctor Jacinto Navas, previendo la que se le viene encima. Lo coloca a la entrada del pozo 18, porque sabe que si el incendio es en los alrededores del pozo 13 esa es la única salida posible para los mineros. Otros, piensa, no tendrán tanta suerte. Calcula que morirán todos los que estén en las galerías de Dolorcita, que no tiene salida alguna ni ventilación. Da la orden de evacuar la mina al completo y manda a todos a trabajar sin descanso en la jaula del pozo 18 hasta sacar a sus compañeros. Un pequeño grupo, dirigido por Juana Bellido, se marcha a apagar el fuego junto a la locomotora. Las llamas terminan sofocándose, pero el humo sigue inundando la galería haciendo irrespirable el aire. No queda otra que esperar si no quiere perder a más gente.
20:00 horas. Comienza el rescate, aunque en realidad hay poco que rescatar. Tan solo sigue con vida el artillero portugués, pero presienten que no resistirá mucho. El fondo de la galería sigue lleno de humo, que se va disipando poco a poco, como sus esperanzas de que alguien siga viva allí dentro.
Al amanecer comienzan a salir cuerpos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… Así hasta veintiuno, que van dejando sobre las vías del socavón 200 mientras los vecinos del poblado, cada vez más, llegan a la vaguada, inundándola de murmullos, primero, y luego de llantos y gritos de dolor. Cae la noche, y con ella la lluvia, que empieza a mojar los cuerpos alineados en el suelo y a calar el ánimo de los que espera en aquel improvisado velatorio colectivo.
Ya solo hubo silencio.
Y no fue únicamente aquella noche, no, sino los días venideros. Los meses y después años. Porque el silencio más ensordecedor de todos fue el de la prensa de la época, que solo trató de lejos y de perfil, como si no fuera con ella, el accidente de Sotiel del 5 de marzo de 1895, el cuarto más grave de la historia de la minería en España (y el primero de la minería metálica) por el número de fallecidos y que fue contado de forma breve e incompleta por los diarios. “Si atendemos a la breve información que aparece en los periódicos no obtendremos más que confusión”, explica el profesor Juan Antonio Morales, que es natural de Calañas y que ha puesto todo su talento y muchos años de esfuerzo a investigar el suceso, que narra en la novela Ira de Plutón (Ed. Círculo Rojo). Lo cierto es que, aunque tras el accidente solo hubo consternación en la localidad minera “ni siquiera los pocos activistas sindicales fueron capaces de organizar una jornada de protesta, y mucho menos una huelga”.
El periódico local, La Provincia de Huelva, se hizo eco de la noticia dos días más tarde, pero “su afinidad con las empresas mineras, que lo financiaban casi en su totalidad, hace que el enfoque de la noticia sea totalmente sesgado y no ofrece información fiable”. Tanto de lo mismo pasa con el resto de periódicos españoles: “van haciéndose eco bastante más tarde y sacan la noticia en solo unas pocas líneas entre otras de menor calado”. Solo los diarios El Imparcial y La Correspondencia de España hacen un seguimiento a la evolución de la noticia día tras día, cuenta Morales. En la Revista Minera también se publica semanas más tarde un extenso artículo sobre la catástrofe, sin embargo, “en su enfoque se observa el dictado de la empresa minera”.
Tampoco los dirigentes políticos onubenses brillaron por su preocupación al respecto. Nada nuevo. La única intervención se limitó a una pregunta del diputado onubense Burgos y Mazo en el Congreso, por la que el Gobierno se comprometió a investigar las causas del siniestro. Y en eso quedó todo.
“Lamentablemente, la mayor parte de la memoria histórica de estos hechos se había perdido y, de muchos de los fallecidos, ni siquiera se conocían sus nombres”, cuenta el geólogo onubense. “Una verdadera lástima que sus historias fueran olvidadas”. Quizá la causa de esta amnesia colectiva la emigración masiva de calañeses en los años treinta del siglo XX, “cuando la masa mineral conocida hasta entonces se fue agotando y los habitantes de la mina, tal como habían llegado, se fueron a buscar trabajo donde lo había”. Quizás fuera eso. O quizás nadie quiso nunca que se recordara. Hoy, sus tumbas se conservan en el cementerio de Calañas, pero ninguna lápida, casi 127 años más tarde, los identifica con sus nombres.
Son estos:
Capataces: José Amaro Rico (42 años) y Juan Castilla Pérez (40 años).
Jornaleros: Francisco Muñoz Núñez (39 años), Cristóbal Charneca Macías (43 años), Blas Garrido Oso (25 años), Manuel Monís Martín (19 años), Guillermo Monís Martín (21 años), Rafael Palanco Fernández (26 años), Joaquín Silva Barbosa (27 años), José Sousa Guerreiro (45 años), Manuel Santiga Morgado (19 años), Manuel Mezquita Mora (32 años) y Juan Rodríguez Vázquez (45 años).
Barreneros: Juan Fernández Romero (28 años), José Márquez Gómez (30 años), Gregorio Conejo Fernández (34 años), Francisco Sánchez García (50 años) y Antonio Noguera Márquez (44 años).
Maquinistas: Francisco Cruz Garabito (28 años) y Antonio González Martín (34 años).
Artillero: Joao Reposo (33 años).
Albañil: Alejandro Castilla Fernández (46 años).
No hay comentarios