Una caldereta, para Su Ilustrísima

Historias del Nuevo Mundo con sabor a Huelva

El destino quiso que quedase vacante la sede episcopal de Quito, mucho más importante y acaudalada y al monarca Carlos III y al Consejo de Indias les pareció idóneo nuestro don Pedro

Una caldereta, para Su Ilustrísima
Una caldereta, para Su Ilustrísima
Antonio Sánchez De Mora

21 de noviembre 2021 - 04:00

Don Pedro amaneció enfermo un 15 de octubre de 1775, por lo que suspendió sus quehaceres diarios y decidió reponerse en las estancias privadas del palacio episcopal de Quito. Echó un vistazo a su alrededor, ignorando los muebles, cuadros y demás objetos domésticos, hasta que se topó con uno de sus libros, uno de tantos. Un devocionario mariano que despertó los recuerdos de su infancia.

Había nacido al alborear el siglo XVIII, en los difíciles años de la Guerra de Sucesión. Su villa natal de La Puebla de Guzmán sufrió los embates de la contienda, aunque por lo que se ve, su familia pudo esquivar la desgracia. Aquel niño que correteó por las calles empedradas, que contempló las ovejas pastando en las dehesas del Andévalo, que subió a La Peña y que rezó ante Nuestra Señora, creció y se hizo un muchacho prometedor. Algún clérigo de la localidad le instruyó en las nociones básicas de gramática y latín, que le abrieron las puertas de la universidad hispalense. Graduado en leyes y abogado de profesión, su vida dio un vuelco en 1732, al optar por la carrera eclesiástica y acompañar a fray Juan Lasso de la Vega, nuevo obispo de Santiago de Cuba.

Ya nunca regresaría a su Puebla natal; ya nunca acudiría en romería al Santuario junto a las sobrias “cobijadas” o las vistosas “gabachas” ¿Danzó alguna vez con las espadas? La vida le ofreció otras oportunidades que supo aprovechar, aunque renunció a muchas cosas. Entre ellas bien pudo estar la caldereta de cordero, aquella que se ofrecía a los romeros. Un sofrito de ajos y cebollas al que se sumaban y se suman el perejil, el laurel, el vino blanco, la carne de cordero o cabrito troceada y paciencia, mucha paciencia.

En Cuba ejerció el ministerio eclesiástico sin abandonar las leyes, obteniendo el doctorado en cánones por la Real y Pontificia Universidad de San Gerónimo de La Habana. Hábil jurista en el complicado mundo de los pleitos civiles y eclesiásticos, en 1747 ascendió al obispado auxiliar de La Florida, aunque sin abandonar la diócesis cubana, siempre diligente y al servicio de su obispo titular. Recorrió la isla y alcanzó parajes y curatos “donde ningún otro obispo ha llegado ni visitado, por lo peligroso de los caminos”, llegando a enfermar de “fiebres tercianas”.

Don Pedro superó aquellas dificultades y destacó en su ejercicio profesional, hasta que falleció fray Juan. De nada sirvieron los elogios de quienes le avalaron su candidatura al obispado vacante, por lo que se contentó, no sin entrega voluntariosa, al ejercicio de su ministerio en La Florida. Se inició un tira y afloja con el nuevo obispo de Santiago de Cuba, jalonado de desencuentros y de alguna que otra tragedia, como el naufragio del barco en el que don Pedro regresaba desde La Florida.

Así las cosas, el destino quiso que quedase vacante la sede episcopal de Quito, mucho más importante y acaudalada y, tras varias propuestas, al monarca Carlos III y al Consejo de Indias les pareció idóneo nuestro don Pedro, “por sus dilatados servicios y méritos”.

Su Ilustrísima llegó a la ciudad de Quito en septiembre de 1764 y, durante los once años que duró su mandato, hizo frente a los conflictos surgidos entre los frailes franciscanos y dominicos, a la intromisión de la autoridad civil en los asuntos eclesiásticos y hasta a las revueltas sociales ocasionadas por el aumento de los impuestos. Su actitud firme, a la vez que conciliadora, le valió el reconocimiento general.

Las rentas episcopales le garantizaban una posición acomodada y una mesa nutrida de elaboraciones sofisticadas, entre las que pudieron brillar las piernas de cordero mechadas con tocino y clavo, el cordero en gigote o guiado con especias y miel, elaboraciones todas ellas habituales en los comedores refinados. Al menos eso hemos de suponer, porque su Ilustrísima bien pudo reclamar que le cocinasen una caldereta al estilo del Andévalo.

El ganado ovino que pastaba en las laderas de los Andes, pues aquellas provincias habían recibido y criado ovejas churras y merinas, que ofrecían buena carne y lana para una floreciente industria textil. Por eso triunfó la fusión gastronómica de lo hispano y lo andino, la misma que hoy nos ofrece el “seco” de chivo o de borrego. La técnica de elaboración y muchos de sus ingredientes, empezando por la carne y continuando por el aceite, el comino o el culantro, nos recuerdan a la gastronomía tradicional española, aunque la chicha en lugar del vino, o el achiote, el tomate y el pimiento son del Nuevo Mundo.

Cercana la muerte, don Pedro bien pudo solicitar a su cocinero una sabrosa caldereta, último placer para descansar a gusto, aunque no hay certeza alguna de ello. Tan sólo sabemos que falleció a los dos días, un 17 de noviembre; que fue embalsamado y amortajado, que once negros portaron su féretro y que un puñado de indios levantó su tumba. Españoles y criollos asistieron a su velatorio, en el que no faltaron bizcochos, rosquetes, vino y aguardiente ¿Hubo también rosas enmeladas?

Sus últimas oraciones bien pudieron alzarse a la Virgen de la Peña, a la de la Puebla o a la de El Quinche, otro santuario homónimo que señorea en las estribaciones montañosas que rodean la ciudad de Quito.

La próxima entrega: Rayas y ajíes, un manjar popular.

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