La caída de los seis 'Mystère', el extraño accidente aéreo que metió a Huelva en la Guerra Fría

La provincia protagonizó titulares de la prensa de todo el mundo

El 27 de mayo de 1966, viernes del Rocío, seis cazas franceses se estrellaron en distintos puntos de la provincia y en Sevilla, disparando todas las alarmas. Al final todo quedó en un susto

Un 'Mystère IV' en pleno vuelo / Combatace.com
Paco Muñoz

10 de julio 2022 - 06:00

Hay que ver la de cosas que pueden pasar en un año cualquiera. Ahora parece fácil decirlo, claro, después de una pandemia que ha transformado -que sigue haciéndolo- el mundo a una velocidad pasmosa, pero en realidad ha ocurrido siempre. Grandes o pequeños acontecimientos que trastocan la vida de uno, de varios, de muchos o incluso de toda la humanidad. 1966, por ejemplo. Un año cualquiera, que parece pasar sin pena ni gloria, y resulta que suceden cosas como que los Beatles saquen su último álbum, Revolver, o que Bob Dylan lance el primer doble disco de la historia de la música, que veamos por primera vez unas fotos de la Luna desde la Luna o que la NBC emita el primer episodio de Star Trek (casi nada). Aquel año nacieron, por ejemplo, Rick Astley y Samantha Fox -que tantas alegrías dieron, con sus bailes, sus tupés y otras virtudes, en los ochenta- o, hablando de pandemias, el mismísimo ex ministro Salvador Illa. Se inauguró el estadio Vicente Calderón, los franceses probaron sus primeras armas nucleares en el Atolón de Mururoa y a los americanos se les cayeron tres bombas atómicas en la localidad almeriense de Palomares. Todo eso, y muchas cosas más, ocurrían en el mundo mientras que en Huelva, sin embargo, apenas pasaba nada. Acababa el mes de mayo y la provincia vivía en su apacible cotidianidad, solo alterada por el trasiego de las carretas y caballos de los rocieros, que ultimaban su camino hacia la aldea. Nadie podía imaginar que, además de en el epicentro de la fe, Huelva se convertiría por unos días en la accidental protagonista de la geopolítica internacional cuando, sin que nadie supiera muy bien por qué, seis cazas Mystère IV del ejército francés se estrellaron en diferentes puntos de la provincia y en la localidad sevillana de Villamanrique.

El mundo estaba inmerso en plena Guerra Fría y el personal vivía con el miedo en el cuerpo y la suspicacia a flor de piel, así que era de esperar que el accidente no dejara indiferente a nadie. A los onubenses, sobre todo los que habían visto de cerca cómo se estampaban los cazas, por el enorme susto. Al resto de españoles, por el temor a que los aviones fueran cargados, como en Palomares, con peligrosas bombas nucleares. Los americanos, que por entonces oteaban en el horizonte una más que posible salida de los franceses de la OTAN -acabaron haciéndolo en octubre de ese mismo año- mostraron inmediatamente su disposición a ayudar a los pilotos en lo que fuera necesario. De los rusos no se sabe nada, pero es de suponer que no se quedaron quietos. El Kremlin de ahora es una oenegé al lado de aquellos.

Portada del diario provincial Odiel, en la que se trata el suceso / Archivo de la Diputación de Huelva.

La noticia del séxtuple accidente de Huelva apareció en los periódicos de todo el mundo, pero donde de verdad cayó como una bomba fue, por supuesto, en Francia. Aunque la versión oficial era, desde el primer momento, que los Mystère se habían estrellado tras quedarse sin combustible, los agujeros de la historia y las contradicciones del propio Ejecutivo francés fueron un excelente caldo de cultivo para negacionistas (nada que achacar a Bosé, que por entonces solo tenía diez añitos) y teóricos de la conspiración, entre otras tribus. Hubo de todo: se habló de aviones a los que no se le hacía mantenimiento, de juergas y pilotos borrachos, de Ovnis y hasta del ficticio e impresionante “rayo de la muerte”, un arma experimental estadounidense, disparada desde Morón, capaz de anular el instrumental de a bordo de lo cazas. Sin embargo, la realidad, como casi siempre, fue bastante más sencilla y prosaica.

Lo que pasó

Los seis Mystère IV salieron de la base aérea francesa de Cazaux en la mañana del 27 de mayo de 1966, viernes del Rocío, rumbo a Sevilla. El plan era que desde allí, junto con un grupo de aviones españoles, sobrevolaran El Rocío el lunes 30, el día de Pentecostés, para celebrar a su manera la “fiesta”, como llamaban a la Romería. Se trataba de una simple misión formativa en la que tres jóvenes pilotos de combate iban a cerrar su instrucción con los populares cazas realizando su primer vuelo sobre territorio extranjero. Los otros tres eran oficiales de mayor rango. Pilotos experimentados que dirigirían una operación que giró de premio a pesadilla en solo unas horas. No habían dejado nada al azar. Los días previos se habían trazado rutas, consultado mapas, establecidos los contactos y llevados a cabo todos los trámites con las autoridades civiles y militares españolas para que toda la operación fuera un éxito. Todo previsto, aunque al final nada salió conforme a lo previsto.

Volaban en formación cerrada, siguiendo el itinerario marcado y haciendo pruebas de radio de cuando en cuando con sus equipos UHF. No había GPS por entonces, claro, así que el rumbo se apoyaba irremediablemente en el radar, el lápiz, mapas y calculadoras, además de lo que pudiera verse desde la propia cabina. Las balizas y las torres de control españolas también sirvieron de guía a los cazas, que volaban con normalidad hasta que, a apenas quince minutos de Sevilla, el cielo se nubló y la radio empezó a fallar. No eran capaces de enganchar con la frecuencia del aeropuerto de San Pablo, que emitía con interferencias y cruces continuos. Decenas de conversaciones en español, inglés y portugués que se mezclaban, confundiendo aún más al capitán y los pilotos. Todos hablaban a la vez mientras, para colmo, la visibilidad disminuía cada vez más rápido. Siguieron volando, pero en realidad no sabían dónde estaban. Insistían en comunicarse con la torre pero solo consiguieron cruzarse palabras entrecortadas que nadie entendía. Sevilla los llamaba, ellos escuchaban pero nadie parecía recibir sus respuestas, tampoco desde la cercana base americana de Morón.

Aunque el responsable de la misión, el capitán Paul, trataba de guardar la compostura, todos sabían que, en el fondo, estaban perdidos y hacía tiempo que la aguja del combustible se dirigía irremediablemente al nivel de reserva. El líder del grupo dio alas a la esperanza de los pilotos cuando ordenó seguir el curso del río que tenían justo debajo. Si todo iba bien, la trayectoria ascendente del Guadalquivir les llevaría a Sevilla. Se equivocaba: la estela que seguían no era la del Guadalquivir, sino la de río Guadiana. El radiofaro que les había servido de guía no era el de San Pablo, sino el de Alverca, en Portugal, que emitía a una frecuencia cercana y era mucho más potente. Aunque todo eso lo supieron días después.

A la desesperada, los seis aviones viraron hacia el este con las instrucciones claras: si el combustible se acababa había que buscar una zona despoblada para dejar caer el avión y eyectarse. Riquet Noir 3, el nombre en clave del segundo capitán, Bertrand Olivier, fue el primero. Lo vio proyectarse hacia el cielo Jean Joseph Brie, Riquet Noir 4, que en la publicación Histoires de l’aviation recordó, años más tarde de todo aquello, cómo miró caer el avión de Olivier con auténtico terror mientras hacía cuentas con las estadísticas del Mystère IV sobre eyección: solo 11 de 33 pilotos habían sobrevivido al salto. Un tercio. El resto acabó chafado contra el sueño o ahogado en el mar. Los números no le dieron mucho aliento, así que llegó a pensárselo dos veces antes de apretar el botón, y eso a pesar de que la lucecita de Emergency Fuel-Oil no paraba de encenderse mientras resonaban sin parar las alarmas de avería del aparato: “todo se encendía en la cabina”, cuenta Brie. Así que saltó: “la cabina fue invadida por un humo azulado, y sentí una patada gigantesca en las nalgas que me catapultó hacia arriba”. Su avión se hacía cada vez más pequeño, “como en el cine”, mientras su cuerpo no paraba de girar. Al fin llegó el descenso en paracaídas hasta que el piloto acabó en el suelo, en mitad del campo. Nada más tocar tierra y comprobar que seguía de una pieza, Brie, confiesa, empezó a saltar de un lado a otro mientras gritaba de alegría. No era para menos: estaba vivo. Eras las 15h 40, el vuelo había durado 1 hora y 50 minutos, y su suerte no fue muy diferente a la de sus cinco compañeros: los capitanes Paul y Olivier, el sargento Michel y los soldados Pépé y Turina también habían sobrevivido. Nadie, tampoco civiles, sufrió ningún daño por los accidentes. Después de varias peripecias, incluidos viajes en carro, en burro o en moto, traslados oficiales en los populares Renaults 4 de la Guardia Civil y un llamativo despegue en helicóptero desde el estadio municipal (el viejo Colombino), los seis pilotos se reencontraron en Sevilla, felices pero conscientes de que aquello no iba a acabar allí. Ni así.

El suceso, en el New York Times del 28 de mayo.

En efecto, al presidente francés De Gaulle, que andaba medio a la gresca con el ejército, no le sentó nada bien que un ridículo de aquella magnitud fuera portada en todos los diarios, y peor fue que el accidente relegara a un rincón del papel el impresionante acto que había organizado para conmemorar el 50 aniversario de la victoria gala en la batalla de Verdún, como narra en su autobiografía, Trois éjections, el piloto Denis Turina.

El Gobierno puso en duda la versión de los pilotos desde el primer minuto, y además lo hizo público. Querían culpables y ordenó una investigación que propició una suerte de informaciones, la mayoría falsas, acerca de la condición de los seis soldados, acusados de realizar fechorías de todos los colores. Encima, una parte de las grabaciones -precisamente la de los minutos decisivos del accidente- se había borrado, disparando aún más los rumores. Diez días tardaron en concluir las pesquisas, que acabaron con el capitán Paul despedido del ejército, una decisión, la del chivo expiatorio, que fue duramente criticada por la prensa internacional.

En Huelva y en Sevilla la polvareda duró mucho menos. Una vez hallados todos los restos de los aviones (habían caído en Lepe, Huelva, Trigueros y Almonte, además del de Villamanrique) el suceso pasó a la fase de olvido colectivo, donde se quedó. Lógico, por otra parte, si se piensa que en medio de todo aquello estaba una romería, la más grande del mundo, que había que celebrar.

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