Cuando ETA secuestró el 10 de julio de 1997 al concejal de Ermua Miguel Ángel Blanco, de 29 años de edad, la banda terrorista ya había asesinado a 736 personas desde 1975. Civiles y militares; hombres, mujeres y niños. Y hasta entonces, España había aguantado con resignación la cruz que le había tocado llevar sin saber por qué.
Los atentados eran siempre acciones sorpresivas -una explosión, un disparo en plena calle que podría provenir de cualquiera...- tras el que sólo quedaba dolor y aturdimiento. Hubo protestas, sí, pero se convertían más en un acto de apoyo a las víctimas y sus familias que en un plante a la situación. Hasta ese día del verano de 1997.
ETA capturó al joven político y amenazó con matarle si el Ministerio del Interior no agrupaba a los presos etarras en cárceles vascas en 48 horas. Y así lo hizo. El 12 de julio encontraron a Miguel Ángel Blanco malherido en Lasarte. Estaba maniatado y tenía dos disparos en la cabeza. No lo superó.
Durante esos casi tres días, a España le dio tiempo a reaccionar, a masticar la crueldad de la banda terrorista, a decir por fin, con una sola voz, basta ya. Millones de personas salieron a la calle en todos los rincones del país. Mostraban sus manos blancas y sus rostros sin miedo. Se le llamó Espíritu de Ermua y fue la sentencia de muerte de ETA. Lenta, pero muerte al fin y al cabo.
Fue sin duda un año cargado de tragedias, desde el fallecimiento de Diana de Gales a otras más cercanas, como las de las 21 personas que perdieron la vida en la riada que asoló Badajoz la noche del 6 de noviembre. Pocos días después se repetiría la desgracia en Melilla: un depósito de agua reventaba y se llevaba las vidas de 11 personas.
La nota amable la puso la boda de la infanta Cristina con Iñaki Urdangarín en la catedral de Barcelona.
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