
Monticello
Víctor J. Vázquez
Un país no acordado
Silla de palco
OLVÍDESE de Miami, please. Mande a tomar aceite de ricino a las Seichelles. La 'polinesia y micronesia' son un potro de tortura y no cuento Hawai, Malibú o Acapulco. Ríen de ríen. Adiós al pesebre de la Rivera Maya, a Cancún y su mundo de ensueño. Lo de la 'perla del caribe' un churro trianero y el crucero por las 'islas griegas', Santorini, Miconos y todo el archipiélago, bagatelas.
Toda la magia del Mar del Plata y los islotes deslumbrantes de las Islas Mauricio o los amaneceres diosínicos de las Maldivas son pura filfa comparadas con las exquisiteces y las benignidades que en las arenas puntumbrieñas podemos contemplar, año tras año, desde que los ingleses descubrieron su salvaje naturaleza.
Eche al cuerno la selectiva lista elaborada por la Fundación Forbes sobre las 'Diez playas mas bellas del planeta': Cleopatra en Turquía, Mal País en Costa Rica, Crane en USA, Takemoki en Japón, las Bahamas, el Parque Nacional Marítimo Ko Turao en Tailandia, Concho en Colombia, Poipu en EE.UU., Santa Lucia en Sudáfrica y Shark Bay en Australia. Fenómenos del marketing para turistas bobos y obesos 'petrodólares'. No son más que chorradas. Lo auténtico, excelente, pacífico, exitoso, cultural, sobrecogedor y atípico es Punta Umbría, en ese 'sur del sur' hacia occidente de Andalucía, donde Huelva recibe alborozada el premio de sus "mil ciento veinte" horas de luz, sobre su piel salina. Lo más grande.
La realidad, empero, es testaruda y, no hay como pisar en tierra firme para saciar la vacuedad de lo descrito y sus infinidades torbellinos que animan, regocijan y excitan, tanta prosperidad e iluminismo de alpargata, fritanga y horterismo. Punta es Punta y basta. Esto no es lo que fue, ni será, lo que debiera ser. El urbanismo es catastrófico y no digamos el ordenamiento del tráfico y transporte, colapsando las plazas, los terrizos, las aceras y calles, los huecos atestados de motos y los aparcamientos hacinados, para una población que evoluciona, inequívocamente, desde los dieciocho mil a cien mil habitantes, en época veraniega.
De ruidos, ni mentarlos. El tapicero y su inefable altavoz, en la maravillosa duermevela o el panadero vocinglero de su mercadería, sin mencionar los bocinazos en plena noche, los derrapes a lo 'líderes del mundial' o las discotecas volantes y sus inmunidades legales. Toda una maravillosa armonía.
A diez de julio, aún están sin pintar las rayas continuas-discontinuas, los pasos de peatones y los carteles direccionales. Un logro inenarrable. Las fosas sépticas están en su esplendor y expanden su lujuria olorifíca. Las 'arquetas' se multiplican y rebelan contra el silencio. Las farolas duermen su muda ineptitud y lenidad en las arenas de los innumerables e históricos callejones.
La avenida del almirante Pérez de Guzmán, símbolo insigne de la Ría y paseo melancólico para estresados es un altivo monumento al esperpento.
Todo se salva por la suntuosidad climática y el esplendor de su playa y, se condena, por lesa ineptitud de sus políticos y de la apática estética onubense. Y olé.
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