Quienes accedieran a la información televisiva en la noche del domingo sin conocer los resultados y vieran la euforia desaforada y a veces histérica, con la que los distintos grupos políticos celebraban los resultados de las elecciones generales, pensarían de inmediato que todos habían ganado. Siempre es así, por unas u otras causas, sean los que sean los comicios, todos los partidos celebran los resultados como sus propios triunfos. En este insólito 23 de julio, que razonablemente nunca debió ser fecha electoral, no hubo excepciones.

Todos se mostraron, con distintos talantes alborozados y jubilosos. Pero la realidad incontrovertible es que el único ganador fue el Partido Popular, cuyos escaños obtenidos no son suficientes para constituir una mayoría de gobierno. Aún contando con el apoyo de los diputados conseguidos por Vox, que, en cierto modo ha sido la sombra fatídica, la aciaga rémora que le ha acompañado negativa y funestamente – tal vez restándole votos – en esta controvertida y en cierto modo desafortunada campaña electoral que hemos padecido. Todo por el obsesivo y táctico empeño de la izquierda satanizando implacablemente al partido de Abascal. El resultado vuelve a dificultar la estabilidad política de España y nos devuelve a esa aventurada polarización en la que el país se ha complicado en estos últimos años, que nos conduce a una situación de bloqueo, complicando arriesgadamente la estabilidad y la aritmética parlamentaria, poniendo los destinos del país en manos de quienes atentan con su unidad y concordia y se sirven de estas circunstancias para proseguir inexorablemente en sus ambiciones nacionalistas y separatistas, amenazando con renovadas intenciones soberanistas a cambio de oportunos apoyos y coaliciones. Pensar en volver a cuanto hemos vivido estos últimos años con los problemas suscitados y no resueltos, con una situación económica más bien complicada y grave, con dilemas pendientes, es recaer en acuerdos indeseados y en alianzas inconcebibles con tal de lograr una investidura y dejar las cosas como estaban o mucho peor. Con lo cual los resultados y el triunfo insuficiente de Alberto Nüñez Feijóo no han servido para nada. Una pérdida de tiempo y de dinero, no sólo para el Estado, sino para otros estamentos y el ciudadano.“No hay ningún presidente que haya gobernado después de perder las elecciones”, ha dicho Feijóo. En esta ocasión puede que sí. Y con ello volverán las incertidumbres constantes, las zozobras y los sobresaltos. Este inesperado resurgimiento de los socialistas a tenor de las encuestas, les permitirá acceder a algo que según los pronósticos, parecía irrepetible e indeseable para muchos: la gobernabilidad. Ahora con la coalición de Sumar y los apoyos tóxicos - como dicen los viejos socialistas - e incómodos de los nacionalistas independentistas catalanes y vascos. Es como si los destinos de España dependieran de Otegui y Puigdemont. Lo cual propende a la desolación y la vergüenza.

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