Una de las leyes cuya entrada en vigor se ha quedado en suspenso por el adelanto electoral es la Ley contra el desperdicio alimentario. Dicen algunos que casi mejor, porque el texto pendiente de aplicación cojeaba por varias patas: era poco ambiciosa en planes de prevención y acciones de reducción de residuos alimentarios, y demasiado ambigua en cuanto a diagnósticos y vigilancia. Aun así, es la primera vez que este concepto de “desperdicio alimentario” toma cuerpo legal, amparando la necesidad de remediar el problema de los residuos alimentarios (presentes en todas las etapas del viaje de los alimentos a nuestra mesa, ojo, no solo en la fase final del consumo). Parte de esta novedad se debe a que los agentes de la cadena alimentaria se han dado cuenta de que, optimizando sus productos y gestionando correctamente el excedente, pueden conseguir un ahorro considerable de costes y, como un valor corporativo añadido (siempre es añadido), ayudar a personas en situación vulnerable.

Pero la cuestión del despilfarro de alimentos no solo tiene efectos socioeconómicos y medioambientales, que son los que atiende la ley, sino que incorpora una dimensión ética insoslayable. Ya no se trata únicamente de resolver el antiguo dilema moral de la abundancia de unos pocos frente al hambre de muchos, sino que hay que buscar soluciones a un problema complejo y global, que linda con la desigualdad, la exclusión y la falta de respeto por todas las formas de vida. Lo que está pendiente es la reformulación del funcionamiento del sistema alimentario actual, nada menos. De poco sirve cargar las tintas en la responsabilidad individual. En realidad, esto tendría poco efecto a escala global, aunque los consumidores –los occidentales, sobre todo- se hicieran más conscientes y comenzara a darse un cambio generalizado de hábitos.

Estamos entonces ante un asunto de mucho calado y múltiples aristas. En el necesario debate que tenemos por delante, debe primar la dimensión colectiva, el compromiso ciudadano y la gestión pública: impulsar, por ejemplo, reformas concretas (como esta ley española que espera en el cajón), pero a la vez integrarlas en una lucha más amplia por políticas respetuosas con el medio ambiente. Y estar atentos a las aportaciones que puedan llegar dese el campo de la ética, la filosofía o la teología incluso. Solo formulando preguntas sensatas, incómodas, puede que encontremos respuestas que no tengan desperdicio.

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