La puerta del Cielo en El Rocío
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La Virgen del Rocío preside el santuario en su retablo, encargado por la Hermandad Matriz de Almonte en un nuevo proyecto en 1989 y realizado en tres etapas, para finalizarlo en 2009
Retablo del Santuario de la Virgen del Rocío
Localización: Santuario de la Virgen del Rocío, Almonte.
Tallista: Antonio Martín Fernández.
Escultor: Manuel Carmona Martínez.
Programa iconográfico: Manuel Jesús Carrasco Terriza.
Año: 1991-2006.
Materiales: Madera tallada, dorada y policromada.
El santuario de la Virgen del Rocío, de concepto barroco, desarrolla una compleja puesta en escena. Para conducir a los hombres a la actitud religiosa, desarrolla admirablemente el doble elemento de la fachada en forma de concha bautismal, de acceso al ser cristiano, y el retablo como fachada que invita a trascender el tiempo y dar el salto a la eternidad.
La Virgen del Rocío preside el santuario en su retablo. Después de unos primeros bocetos de los arquitectos Balbontín y Garrido, y del proyecto de Juan Infante Galán, la Hermandad encargó en 1989 un nuevo proyecto al tallista Antonio Martín Fernández. La parte escultórica es obra de Manuel Carmona Martínez, y la carpintería de Matías Aceitón. Manuel Jesús Carrasco Terriza elaboró el programa iconográfico adecuado a la nueva arquitectura. Se realizó en tres etapas, aprovechando las venidas de la Virgen a Almonte. El basamento de mármol y el banco fueron colocados en 1991, y así lo conoció San Juan Pablo II en 1993. El cuerpo central del retablo fue inaugurado el 28 de mayo de 1999, y se terminó el 29 de junio de 2006.
El retablo se concibió conforme a los postulados estéticos e iconográficos del barroco, como una gran arquitectura, que representa la puerta del cielo, la fachada de la eternidad. En el centro de la construcción se abre la tribuna o el camarín, habitáculo de la imagen venerada, desde donde la Virgen escucha las súplicas de los fieles, y que da acceso a la gloria del cielo, de la que ya disfruta la Madre de Dios.
El retablo desarrolla un discurso teológico, por medio de conocidas referencias iconográficas. Corona el retablo la Santísima Trinidad: el Padre y el Hijo envían desde el alto cielo al Espíritu Santo sobre María y sobre la Iglesia. Ocupa el lugar preeminente la escena de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los Apóstoles, que esperaban el cumplimiento de la promesa, unidos en la oración con María, la Madre de Jesús. Anualmente se renueva el fenómeno de la multitud de hombres y mujeres, venidos de todas las naciones que hay bajo el cielo, que, contagiados por el fervor de los almonteños, reciben de María la invitación al amor y a la plegaria.
Las pneumatofanías, o manifestaciones visibles del Espíritu, elegidas para el retablo son la blanca paloma y la nube, que, junto con los siete rayos de luz, aparecen en el cuarto de esfera, que simboliza la zona del cielo. La aparición del Espíritu Santo, en forma de paloma blanca, evoca la Creación, cuando el Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas. La paloma recuerda la paz de Dios con los hombres después del Diluvio. Un modo de expresar plásticamente la idea de rocío es la nube. El Espíritu Santo da vida a su Iglesia misteriosamente, como el rocío de las marismas que se condensa en cristalinas gotas de agua con el frescor de la mañana. Desde la nube, emanan los siete rayos, que son expresión de los dones del Espíritu Santo.
Glorificando al Espíritu Santo en la bóveda celeste, y asistiendo por doquier a Santa María, aparecen ángeles y querubines, que portan atributos marianos o guirnaldas de flores, y que forman una corona sobre el trono de la Virgen. A la altura del entablamento, sobre el eje de las cuatro columnas, unos ángeles mancebos, en actitudes movidas y contrapuestas, tocan instrumentos rocieros: flauta y tamboril, guitarra y pandereta.
El cuerpo central
El cuerpo central del retablo lo ocupan los santos, la Iglesia triunfante. A los lados del camarín, interceden por nosotros San José y San Juan Bautista, las personas que más cerca han estado de la Virgen Santísima, y que han sido testigos de la estrecha relación de María con el Espíritu Santo.
San Juan Bautista se sitúa en la repisa del lado de la epístola. Dos escenas nos narran su relación con María y con el Espíritu Santo: la Visitación y el Bautismo de Cristo. En el relieve de la entrecalle contigua, se representa la escena de la Visitación de María a Isabel, la madre del Bautista. Ambas, movidas por el Espíritu Santo, alabaron a Dios y su Madre Santísima. En el relieve de la entrecalle opuesta, se representa la escena del Bautismo de Cristo, cuando el Espíritu Santo descendió sobre Jesús en forma de paloma.
En la repisa del lado del evangelio, a la derecha de la Virgen, está su esposo, el patriarca San José, testigo de que lo concebido en Ella es obra del Espíritu Santo. En edad joven, aparece rodeado de las herramientas del oficio de la carpintería, por el que se santificó y sacó adelante a su Familia. En la entrecalle contigua al camarín, se contempla el relieve de la Anunciación: el Arcángel San Gabriel anuncia a María que concebirá por obra y gracia del Espíritu Santo, quien la cubrirá con su sombra. En el lado opuesto, se contempla el relieve del Nacimiento de Jesús.
En disposición secundaria, se sitúan las referencias a la acción del Espíritu Santo sobre los apóstoles y sus sucesores. San Pedro y San Pablo representan a los fundamentos de la Iglesia, y a los libros inspirados del Nuevo Testamento. Los Padres y doctores de la Iglesia, San Ambrosio, San Agustín, San Jerónimo y San Gregorio Magno, personifican al magisterio episcopal, asistido por el Espíritu Santo.
Finalmente, albergado por el retablo, se sitúa el altar en el ámbito del presbiterio, donde se desarrolla la sagrada liturgia, en especial el Sacrificio de la Misa, que es el verdadero centro y cumbre del culto cristiano. En la Eucaristía, lo que es simbolizado en el retablo se da en realidad sacramental. Cristo, el Hijo Eterno del Padre, hecho hombre en las entrañas de María por obra del Espíritu Santo, se hace presente y se da en alimento. El peregrino que llegue al Rocío, encontrará a María, que muestra a su divino Hijo en sus brazos, y que lo ofrece en comunión por manos del sacerdote.
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