Cultura

El artista que es y se nos fue

Siendo muy joven él, un poco menos esta redactora de historias con barniz de arte, compartimos curso de muralismo con el profesor y pintor Enrique Linaza. Probablemente era el mejor de los alumnos, pero, además, con toda seguridad, fue el único que dejó huella imperecedera al saber y saber hacer de que la altura de un alumno se mide en el reflejo de la libertad de acción, en el instinto para adivinar que el intelecto obedece a la mano siempre que ésta no desafine con la cultura y las emociones de las personas. Era especial. Era distinto. Tenía espíritu de genio, y genio en el espíritu.

Por esos días, días de juventud de hace veintitantos años, Jon Castizo Ciluaga (1966-2009) esgrimía el pincel con trazo maestro, con soltura, con espontaneidad, con lujuria, con alegría, con suficiencia. Con soberbia. Arrebato. Con firmeza. Sin especulación. Buscaba lo que quería. Sabía lo que hacía. Hasta el lugar de su límite, que por entonces no tenía horizonte.

Me recordaban sus dibujos, sobre todo sus desnudos femeninos, al gran Matisse, al más esquemático de todos ellos, por su pincelada luenga, ágil, segura, pero cosida a la línea ininterrumpida de la manga de esa moda lucrativa y emotiva que tanto disfrutó de los mercados en los ochenta y que se llamó Transvanguardia o, en algunos casos, latigazos de la siempre maravillosa reivindicación hispana de Juan Antonio Aguirre de la Nueva Figuración, muchos años antes.

Me recordaban los colores de sus obras a una mezcla imposible entre el rococó de Fragonard, entre el decoro amoroso de Chardín, la justicia visual de los nabis (desde Denis a Vuillard o Bonnard pasando inexorablemente por el mayestático Matisse), el método comercial styling ingenuo de los poperos de la costa oeste norteamericana (Ramos, Rucha, Thiebaud o Billy Al Bengston) y el descarado (y necesario) "retorno al orden por enésima vez" de los Clemente, Salvadori, Chia y Cia. En todo ello y de todos ellos, en colores y líneas, veía en su obra primaria una promesa que se me antojaba en breve realidad. Certeza.

Antes de cumplimentar el pronóstico, no encontré más imágenes. Con el tiempo lo perdí. Y lo perdí sin jamás haberlo tenido. Tan sólo lo tenían unos pocos. Después supe que anduvo por tierras californiana en busca del american way of life, a la captura del sol y la luz y la libertad que todo artista desea. Cuando regresó a Huelva, me cogió en camino inverso. Era yo quien relamía mis heridas en tierras lejanas, en foro divergentes. No nos volvimos a encontrar, aunque sí seguí recopilando el lugar de sus huellas, algunas ya tan lejanas a aquel que de tan joven conocí que no podía ni creerlo. Era otro Jon Castizo. La K de Kastizo, afortunadamente, se refugió en la razón que merece la C de Castizo. Era otro pintor, pero con el mismo espíritu genial.

En la actualidad. Un día de lluvia de la penúltima semana de diciembre caminé al Hotel París. La Diputación de Huelva ha tenido el acierto de homenajearle. Me alegro. Y mucho. Sería por la lluvia intensa de una tarde de Manzanero con tintes de Lovecraft, por la nostalgia que la Navidad presenta y deposita en las mujeres de mi edad, por la tristeza de una crisis económica que nos azota o por la muerte tan joven de este pintor con alma y talento de gran artista, que hasta la sala de exposiciones del Hotel París me pareció presta, bonita, acogedora.

Allí se colgaba el mundo de Jon Castizo. Por mis escasos conocimientos, sé que allí no estaba todo Castizo. El sentimiento de una familia y sus amigos ha urdido una exposición con tiros al corazón y dardos al alma. Castizo está, pero no todo lo que él dejó. Seguro. Pese a ello, se refleja los grandes descubrimientos de sus primeros años y sus acomodos posteriores. Emociona hasta entorpecer la lágrima los retratos y los textos que agrandan la pérdida. Unos retratos víctimas de esa gran obra que es Ordinary People, vestidos todos ellos de aquella luz de libertad que la costa californiana donó al mundo con besos de Nueva York y Londres, los grandes abastecedores del Pop Art de Mel Ramos, Smith, Boshier, Kitaj, Phillips y sobre todo Hockney y Donaldson.

Gracias a la Diputación por el homenaje. Siempre es emocionante que mantengamos vivos a quien se lo merece.

Le doy las gracias al Hotel París por haber decidido tapiar el descansillo que nos accede a la sala de exposiciones. Es una desgracia no contemplar ya los perpetuos homenajes a Duchamp y sus fuentes. Pero éstas, realizadas en polietileno tereftalato, plástico transparente de alta calidad usado para las garrafas o botellas ligeras de, por ejemplo, agua, han dado, de momento, paso a una nueva alegoría u homenaje artístico. De tanto obrar, en el último tramo de la escalera ha aparecido un magnífico control del espacio agujereado de Lucio Fontana. Enhorabuena. La realidad vence siempre al ingenio artístico. Incrementamos el patrimonio. Feliz Año.

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