Cultura

Manantiales humanos

Si Bram Stoker, en su inmortal obra Drácula, afirmó que los seres que llamamos vampiros existen y que algunos de nosotros tenemos pruebas irrefutables de ello, en este delicioso y exhaustivo vademécum, José Abad demuestra -y de qué modo- que en efecto los vampiros existen, al menos en el cine. Igual que los sobrenaturales bebedores de sangre saciaban su sed en infinitos cuellos, los amantes de esas criaturas nocturnas, los cinéfilos -criaturas nocturnas a su vez- o los simples curiosos pueden saciar la suya en estas caudalosas, nutritivas e ilustradas páginas. Ya en la introducción, encontramos un imprescindible compendio de los Señores de la Noche: mitos ancestrales, cultos y ritos inquietantes, la atávica relación sangre/vida, fantasías necrófilas, Villa Diodati, muertos vivos, lamias, Vlad Tepes, folclore y superstición, el frenesí de la condesa Erzsébet Báthory, exaltación romántica, patologías morbosas, asesinos célebres, Eros y Thanatos, el doble, Carmilla, las sombras, Fausto.

Durante el siglo XIX, la literatura fue la encargada de cimentar la leyenda del oscuro cazador. En el XX, el cine propagó sus representaciones casi hasta el agotamiento, y el arquetipo del vampiro ( "a veces esculpido en mármol, otras modelado en arcilla") arraigó poderosamente en el acervo popular.

En palabras de Juan Carlos Rodríguez, el cine se convirtió en el único espejo donde el vampiro podía reflejarse. Los imaginativos, los irónicos títulos y subtítulos de cada capítulo aluden, de forma traviesa y eficaz, a numerosas y reconocibles referencias del cine fantástico y de terror. Con el magnífico pulso literario que caracteriza siempre su escritura, con su limpia y bien fundada erudición, con su fresca mordacidad, Abad comenta en El vampiro en el espejo (Universidad de Granada) un centenar de ficciones cinematográficas sobre el vampiro y su enfermizo linaje (unas pocas clásicas, bastantes notables y multitud de curiosas u horrendas en el lapso que va de 1915 a 2012), situándolas en el contexto correspondiente, creando una urdimbre de relaciones en la que cada hilo ayuda a crear una trama de influencias, líneas argumentales y efectos visuales, hallazgos y secuencias, personajes y datos históricos, sabrosos pormenores técnicos y de producción.

Para Abad, la pantalla es el otro lado del espejo, un territorio donde toma cuerpo aquello que tememos. Y, en su impecable e implacable exposición, analiza la misteriosa, la malsana pulsión que nos mantiene inmóviles en la butaca del cine, deseando que la estaca de una buena historia de vampiros nos atraviese de nuevo el corazón. Nosotros, víctimas sacrificiales en la realidad, podemos, mediante la momentánea suspensión de la incredulidad, experimentar el Mal, las Tinieblas o la Inmortalidad en el espejo seguro y fascinador de una pantalla, en el sarcófago temporal de una sala de cine.

No obstante, cabe preguntarse si en una época como la nuestra, en la que estamos sometidos a diario, y a plena luz del día, a la amenaza exacerbada de una élite económica y política de codiciosas sanguijuelas, de depredadores verdaderamente amorales y terroríficos, estos vampiros de celuloide, estos melancólicos émulos del murciélago no nos parecerán, por contraste, criaturas inspiradoras de ternura, héroes trágicos alejados de la monstruosa aberración cotidiana, de la auténtica degradación que ostentan algunos de nuestros semejantes, mortales capaces, estos sí, de orquestar pavorosas pesadillas, de situarse al margen de la sociedad y de transgredir despiadadamente sus reglas (ya el añorado Voltaire advirtió que los verdaderos chupadores de sangre no vivían en los cementerios, sino en magníficos palacios). Quizá también el Nosferatu de Herzog tuviera toda la razón: "La muerte no es lo peor".

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