Cien años de José Nogales

Aventuras de una cristiana

  • José Nogales, que había vivido en Tánger cuando era joven, volvió allí enviado por su periódico El Liberal a cubrir con sus reportajes los sucesos de la guerra de Marruecos. Pero sus crónicas no son de pura noticia de guerra, sino que hablan de la vida que sigue. (Ángel Manuel Rodríguez Castillo).

HE hablado extensamente con la cristiana Amalia Cruz. Las circunstancias de la vida aventurera hacen a veces que un hombre y una persona salgan de entre el montón de la humildad y el anónimo de la modestia.

Esta pobre mujer ha tenido un momento de historia. Justo es que tenga un minuto de notoriedad.

La historia viene a ser un episodio íntimo del saqueo de Casablanca. Yo la contaré en términos breves.

Amalia es una española de las islas Canarias. Vino aquí al servicio de una familia extranjera; sin duda cierta simpática debilidad del sexo la empujaba hacia la independencia y aventurería.

Un moro alarife, hombre asentado, formal, fornido y de estatura prócer, bien relacionado entre las tres religiones, hubo de reparar en la cristiana, a quien con los naturales circunloquios de la literatura hablada, hizo declaración de sus excelentes deseos y propósitos. La cristiana sonrió benévolamente, y comenzó el idilio entre el hijo del Profeta y la hija de las islas Canarias.

El maestro Mohamed se portaba bien y con extraña dulzura. Apenas si daba de trastazos a la cristiana una o dos veces por semana, y en ocasiones por mes. Así se comprende que la mujer estuviese encantada.

Mas he aquí que, en pleno idilio, llegan los sucesos espantables que conmovieron a la ciudad. Saqueo, incendio, bombardeo, asesinato, destrucción. Sid Mohamed, el alarife, siéntese arrastrado por la solidaridad musulmana; suelta la plomada y coge el fusil. Pelea, mata, roba, incendia: no es el maestro albañil, sino el creyente que sirve al Korán y a su presupuesto.

Amelia Cruz se ha refugiado en casa de judío que hace licores fantásticos y explosivos. El judío baña a sus hijas doncellas en agua de carbón y tierra para darlas aspecto de miseria y hediondez; luego, metidas en sacos, las envía al fétido melah para salvarlas de violación y cautiverio.

Los cañones del crucero Galilée sorprendieron y aplastaron a los moros en medio de su negra orgía. Había que huir al campo o morir en las calles deshechos por la metralla o barridos por los fusiles europeos. Mohamed revolvió su caballo por estas callejuelas que los fogonazos alumbraban y fue a casa del judío alquimista en busca de su cristiana. Ni la forzó, ni la ató a la cola del caballo, ni siquiera la golpeó con el puño. Él se iba con los suyos; ¿quería ella seguirle?

La cristiana dijo que sí. No le importaba un rábano Europa ni el tratado de Algeciras. Mohamed echó sobre la cristiana su chilaba moruna, montó en su caballo, y al galope, entre el polvo de la metralla, las casas que se hundían, el fragor de la lucha en las calles y la luz de los incendios, huyeron a través de los campos, por las rastrojeras secas, al campamento del botín, donde se reunieron después de la jornada trágica los moros de Ulad-Zian, de Ulad-Jeriff, de Ulad-Benziri, de Ulad-Zeid...

Allí, conocida su condición, la cristiana fue humillada con los más atroces ultrajes. Vagaba hambrienta por entre las kábilas, oyendo terribles planes de exterminio. "Mientras exista un niño moro, Casablanca no será de los franceses".

Y juraban venganzas, y ofrecían en voto las vidas a cambio de unas cuantas cabezas bautizadas.

Un día Mohamed desapareció: fuese a otro campamento, se internó con alguna misión o pereció en el campo.

Amalia se encontró sin aquel débil amparo del bárbaro amador. Huyó del campamento en dirección de otra kábila, tal vez la de Senata; en el camino desfalleció. Un moro la recogió y la llevó a una casa de campo, donde había cautivas judías y cristianas. Pasaban por allí tribus armadas en dirección de los campamentos. La brutal lascivia humana se detenía al encontrar inesperado empleo.

Estaban bien guardadas las mujeres; pero la aventurera española, fieramente escarmentada, huyó también de aquel hogar de hediondos y violentos horrores; se arrastró por los campos, angustiada, abatida, derrengada como una oveja apaleada y moribunda.

Llegó a vista del campamento francés cuando ya no podía arrastrase. Los franceses la recogieron y quisieron reanimarla: ocho vasos de agua bebió la infeliz, uno tras otro; devolvía la comida su estómago en atonía; no hablaba, ni en varios días pudo hablar.

Cubierta de sucios harapos, maculada por todos los golpes y todas las miserias, volvió a entrar en Casablanca la cristiana aventurera al cabo de un mes de andar entre kabileños.

Cuando pudo hablar, no habló mal de los moros; contó su historia con aire doliente de vencida y humillada. De ella fue la culpa... Toda la culpa es suya. Pero, ¿acaso es culpable?

Yo sé que la desprecian hoy los cristianos, como la ultrajaron ayer los moros. En su cuerpo no hay juventud ni en sus ojos brillo. Hambre, sed, congoja, miedo, insomnio, vergüenza; todas las miserias físicas y morales pasaron sobre ella, quitándote en un mes cuanto podía tener de mujer apetecible.

- Pero hiciste bien -la dije.- Tuviste un rasgo romántico que te salva. En los momentos más trágicos y espantosos, oíste la voz del ignorante corazón, más fuerte que la sabia voz de los cañones. Has sido víctima de tu propio designio; te has quemado en tu propia llama. Yo no te desprecio, pobre oveja que vuelve al redil, cansada y menesterosa. Yo tengo piedad de tus dolores, ungidos por el polvo de la guerra y por el sudor de sangre de tu congoja cristiana.

-Después de todo -me ha dicho- los moros son buenos. Podían haberme matado...

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios