Extraños en la casa | Crítica

Los pequeños milagros cotidianos

  • La segunda entrega de las memorias de Dorothy Gallagher brindan una inolvidable y a la vez natural demostración de la habilidad de la literatura para hacer de la experiencia personal un emblema universal

  • Sinceridad

  • Ser en extranjería

Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935).

Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935). / Muñeca Infinita

A menudo ha hecho referencia la escritora estadounidense Dorothy Gallagher (Nueva York, 1935) a su preferencia por las historias reales a la hora de contar las suyas propias. Su trabajo tiene más que ver así con la observación paciente y disciplinada que con el arrebato inspirador que a menudo se le supone a los narradores de diversa índole. Bajo tal premisa, Gallagher, dueña de una bibliografía no precisamente abultada, ha optado para sus libros por contar (tal y como venía haciendo desde su juventud en las diversas revistas en las que firmaba) las vidas de personajes célebres como la escritora y dramaturga Lillian Hellman o el anarquista italoamericano (también escritor) Carlo Tresca; pero también ha decidido ofrecer al lector el relato de su propia vida en una serie de libros autobiográficos que constituyen un hito central en la literatura norteamericana reciente. En 2001, la aparición del primer volumen de este ciclo, De cómo recibí mi herencia, significó un fenómeno editorial en Estados Unidos fuera de la corriente postmoderna que ha mantenido embelesada a la crítica en las últimas décadas. El libro llegó a España el año pasado de la mano de la editorial Muñeca Infinita, que acaba de poner en circulación la segunda entrega de estas memorias, Extraños en la casa, publicada originalmente en 2006, con la afinada traducción de Regina López Muñoz. Que haya habido que esperar tanto para poder disfrutar de la obra de Gallagher en lengua española puede representar un síntoma de determinadas carencias, pero, en todo caso, la vigencia de estos libros es absoluta. Más aún, el final de Extraños en la casa dialoga con acontecimientos muy recientes con una naturalidad asombrosa. En su claridad (que no simpleza) y honestidad, Dorothy Gallagher es una autora mucho más contemporánea, más fiel a su tiempo y, si se quiere, más visionaria que muchos de aquellos adalides de la postmodernidad que entendieron que la complejidad de los procesos humanos requería textos literarios igualmente complejos para su interpretación. Con su ascetismo cercano al estoicismo, lleno de ironía y de compasión, la escritora nos lleva al pasado para comprender mejor el presente. Y resulta difícil no sentirse interpelado. 

Gallagher es una autora mucho más contemporánea y más fiel a su tiempo que muchos de los mayores adalides de la postmodernidad

Si en De cómo recibí mi herencia conocíamos la historia de la infancia de Gallagher, hija de una familia de inmigrantes judíos ucranianos, en el Nueva York de los años 40, en Extraños en la casa la protagonista escribe ya desde su vida adulta, marcada por sus relaciones personales, los muchos personajes que la surcan y el desempeño de un oficio volátil e inestable defendido desde su juventud. A través de textos que pueden leerse como relatos independientes, escritos con la franqueza del diario, dirigidos a veces a destinatarios anónimos, otras a cómplices bien identificados a modo de ajuste de cuentas, se suceden terapeutas paternalistas, empleadas del hogar de manos demasiado largas, parejas ocasionales, aspirantes a la fama más efímera, mascotas siempre presentes y hasta el que pudo ser el último amante de Foucault, si bien uno de los protagonistas fundamentales es el Nueva York de a partir de los años 60, con todos sus contrastes, sus apartamentos minúsculos, sus canciones pegadizas y sus oportunidades para el encuentro, evocado en cualquier caso con la dosis justa de nostalgia y reivindicación. Otro protagonista clave, cuya presencia ilumina y atraviesa todas las páginas del libro, es la del editor Ben Sonnenberg, con quien estuvo casada Gallagher y cuya enfermedad, lenta y agónica, compartió la autora hasta su muerte en 2010 (Quieto, el relato en el que Gallagher revisa con más detalle su convivencia con Sonnenberg a través de Harry, el perro que ambos adoptaron, es seguramente la pieza más conmovedora del libro). Desde una austeridad formal irrenunciable, Gallagher muestra su mayor empeño en comprender a todas las personas que se cruzaron en su camino durante tantos años, con los propósitos más dispares. Y encuentra en la escritura el método más propicio para dotar de sentido a la experiencia particular hasta hacerla universal: “¡Ay, Señor, los asuntos con los que una tropieza en el transcurso de los días! Confianza, Traición, Clase, Hipocresía, Amor, Odio, Codicia, Enfermedad, Salud. Solo faltan Guerra y Paz”. 

'Extraños en la casa' versa en gran medida sobre la finitud, sobre el escaso tiempo de que dispone el ser humano para conocer al otro

Preceden la edición de ‘Extraños en la casa’ unos versos de la poeta polaca Wislawa Szymborska bien reveladores: “He hecho una lista de preguntas / cuyas respuestas ya no alcanzaré a saber, / porque es demasiado pronto para ello / o porque seré capaz de entenderlas”. En gran medida, el libro de Gallagher versa sobre la finitud, sobre el escaso tiempo de que disponen los seres humanos para conocer el mundo y quienes lo habitan, incluidos los que presuntamente quedan al alcance de la mano: todos son, tarde o temprano, extraños en la casa. La autora no deja de hacerse preguntas sobre los episodios que relata, consciente mientras escribe de que ya es demasiado tarde y al mismo tiempo demasiado pronto para obtener una respuesta. Esta impresión se refuerza especialmente en el último capítulo del libro, Pura suerte, precedido igualmente de otros versos de Szymborska (“¿Y si hubiera nacido / no en la tribu debida / y se cerraran ante mí los caminos?”) y en el que la autora relata un viaje a Ucrania en busca de unas raíces familiares que creía irremediablemente perdidas. Gallagher hace memoria de la  terrible historia de los judíos en Ucrania para reencontrarse con una infancia recobrada (“Miro las fotografías. Mi vida: un bebé en brazos de mi madre, una niña agarrada de la mano de mi padre, una adolescente con mis primos, mis queridas tías y mis queridos tíos; mi casa, limpia y cómoda, mi adorada madre, el día de mi boda, mi vida entera”) y con la impresión de la vida misma como sucesión de milagros pequeños, cotidianos y extraños. Sólo se puede leer Extraños en la casa como se recibe el abrazo de quien difícilmente podrá comprendernos. Pero también para eso sirve la literatura.          

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