Seísmos en lorca

Éxodo masivo de una ciudad sitiada por los escombros

  • Los vecinos intentan rescatar sus pertenencias de los restos de los edificios y marcharse cuanto antes de un hogar que ya no es seguro.

En toda Lorca es imposible encontrar una casa sin cascotes; las hay menos afectadas, otras en pie de milagro, más que desafían el equilibrio y las leyes de la física más elemental y la mayoría que se empeñan en lamer sus heridas y volver a una normalidad que hoy se antoja muy lejana. En principio no es difícil entrar; es imposible. Es un pueblo tomado por Fuerzas de Seguridad llegadas desde media geografía española, en especial de las provincias cercanas. Cualquier intento por acercarse al centro detrás de un volante termina en una valla en ambos extremos de la avenida Juan Carlos I.

Los aparcamientos del campo de fútbol sirven ahora de improvisado estacionamiento para los vehículos del Batallón de Intervención en Emergencias. Los cuida "un colombiano, de la cordillera de Manisoles, donde sí hemos sufrido temblores, pero no como ésto". A pocos metros, el hospital Rafael Méndez es lo más parecido a un lugar fantasma de habitaciones vacías, paredes con grietas y nadie en su interior. No es el único. A sus espaldas, frente a la puerta principal de acceso, dos tiendas de campaña jalonadas de las sillas que en la tarde del miércoles quedaron huérfanas de pacientes y familiares. En ellas se sienta todo el personal de servicio. "Incluso han venido más de los que eran necesarios; sólo he mantenido a los que vienen vestidos con batas y al resto los he mandado a casa", señala orgulloso Manuel Belda, jefe de Urgencias del hospita,l quien aún a primera hora de la mañana reconoce que "hemos atendido todavía a gente con  contusiones del terremoto".

La visión del centro de Lorca es estremecedora. Una extensa y bulliciosa ciudad de más de 90.000 habitantes que a esas horas de la mañana, cercanas a mediodía, tenían que ser un ir y venir constante, son la radiografía del silencio. La localidad se desangra de habitantes. En cada calle ciudadanos con bolsas, maletas e incluso carros de la compra distraídos de algún supermercado, hacen de improvisados vehículos de mudanzas para llevarse lo poco que han podido sacar, lo más necesario. Mantas, agua e incluso los animales domésticos, como un periquito envuelto en un impermeable, buscan su lugar en esa huida de un hogar que se ha vuelto inhabitable. En cada portal de cada edificio, los cascotes aparecen en las más insospechadas formas y colores. Y es que la mitad de los edificios son inhabitables y el 10% sufre daños estructurales.

La iglesia de San Mateo parece dispuesta a poner fin a su resistencia. Sus muros de piedra de un tamaño inabarcable, parecen haber dado el partido por ganado contra la fuerzas de la naturaleza. Su calle está cortada por unas cintas de innumerables colores y cuerpos de seguridad. Cualquier explanada, al lado del hotel Amaltea por ejemplo, es buena para aparcar los coches, que han sido los hoteles más solicitados durante estas noches.

Sencillamente, no es seguro pasear por esos lugares donde hasta las cinco de la tarde del miércoles, bullía la vida por los cuatro costados.

 Nueve muertos se la han dejado entre esos cascotes que marcan la vida de un pueblo que espera que sea seguro que entren a intentar recuperarla. De momento, sólo pueden empeorar.

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